Mario Elkin Ramírez

«Bajo el supuesto de que la identidad también encierra relaciones de incertidumbre, la fe que seguimos depositando en ella podría no ser más que un reflejo de un estado de civilización cuya duración se limitaría a algunos siglos (…) entonces la famosa crisis de la identidad (…) aparecería como un índice enternecedor y pueril de que nuestras diminutas personas se acercan al momento en que cada una ha de renunciar a considerarse esencial, para aprehenderse como una función inestable y no como realidad sustancial, como lugar y momento, igualmente efímeros, de concursos, intercambios y conflictos en los que únicamente participan, y en una medida infinitesimal, las fuerzas de la naturaleza y de la historia absolutamente indiferentes a nuestro autismo» Claude Lévi–Strauss [2]

La Identidad no es un concepto propiamente psicoanalítico, tampoco lo es de ninguna de las ciencias sociales y humanas de modo específico, a pesar de que en muchas de ellas se hace un uso operatorio de esta noción. La identidad es en ese sentido un supuesto; vale la pena salir un poco del autismo, de la utopía de la identidad, hacia la puesta en cuestión de lo que ella es o pudiera ser como quimera o como densidad, como ilusión o como esencia. Pues se revela que se sitúa en un punto de encrucijada y su tratamiento problemático se impone. Ella interesa a la antropología, a la historia de mentalidades, a la sociología, a la política, al psicoanálisis y por supuesto a las colectividades y sujetos que estas disciplinas estudian. Pero, ¿qué se entiende por identidad en estas disciplinas? Se hace necesario ir de lo vago de sus definiciones a lo riguroso, confrontar esas concepciones de identidad entre sí y confrontarlas con otra noción: la de segregación, para pensar sus relaciones.

En general la identidad se relaciona con la idea de permanencia, de fijación de los puntos de referencia constantes que se colocan por fuera del cambio que puede afectar el devenir del sujeto o del objeto. Interesa preguntarse, en esa dirección, si es la identidad una estructura permanente o una estructura dinámica cuyas variables se modifican, si hay una lógica de su producción y si su duración es sostenible cuando se hace ingresar un elemento como es la segregación o la violencia, que a priori se inscribe, desde el sentido común, del lado opuesto a lo estable, de lo idéntico. ¿O es que la violencia o la segregación puede convertirse en una variable identitaria que al contrario afirma la estructura inmutable o de larga duración de una identidad individual o colectiva?

1. Identidad y diferencia individual

Nos encontramos en una época que de manera particular se empeña en hacer surgir y desarrollar las diferencias, en ese sentido, preguntarse por la identidad aparecería paradójico. La diferencia se implanta en nuestra época como diferencia cultural, racial, de clase, de sexo, regional, nacional; y en el nivel subjetivo, el individualismo promovido por el capitalismo difunde la diferencia al extremo; aunque a la vez instaura la intolerancia de la misma, lo que plantea al tiempo que esa pequeña diferencia termine siendo imaginaria mientras que en el nivel de la realidad se viva conforme a cánones estéticos, morales, políticos, ideológicos, económicos, que se pretenden globalizantes. El culto de la diferencia hace que cada uno huya hacia sí, hacia su interior, hacia su autismo, volviéndose territorial: su religión, su país, su región, su ciudad, su barrio, su calle, su casa, su cuarto, su yo. También en el nivel individual la pregunta por la identidad surge a partir de una exploración por la alteridad, por la diferencia, en ese sentido vale la pena interrogar los momentos en que de manera individual y colectiva el sujeto se enfrenta con la diferencia. Y se produce ese enigmático salto de la identidad a la segregación.

La psicología promueve la identidad como si se tratara de una esencia, de una consistencia que hace del sujeto una existencia delimitada, separada, circunscrito en una unidad. Se piensa que es posible una especie de unidad del sujeto, una totalidad indispensable a partir de la cual se pueda establecer la distinción. Y se pasa de lo individual a lo colectivo con la acepción de la identidad como una relación posible entre dos elementos, a través de la cual se establece una absoluta semejanza que reina entre ellos y que permite reconocerlos como idénticos[3]. Esas características de la concepción de la identidad son solidarias: constancia, unidad y reconocimiento de lo mismo. Y a partir de ellas se postula una consciencia filosófica y las condiciones de posibilidad de una relación con el mundo y consigo mismo. Esto impone una petición de coherencia, de consciencia, de la acción, de los sentimientos y del pensar del sujeto.

El psicoanálisis ha avanzado una hipótesis respecto al sujeto del inconsciente: antes de la emergencia del sentimiento de realidad el sujeto se encuentra en la in – diferencia, en la mismidad del uno con el mundo, de la totalidad del yo – realidad – del – principio; en ese estado, sólo las sensaciones de placer y displacer serían los datos del sujeto. Es de esa primaria vivencia del yo donde luego se inspiraría el sentimiento oceánico sobre el que se fundan los ulteriores sistemas de creencias y de religiones. Si seguimos a Freud[4], es la privación la que forzaría al sujeto a reconocer que existe una alteridad, un diferente del yo a cuya presencia corresponde la satisfacción de las necesidades y a cuya ausencia corresponde la privación de la satisfacción, poco a poco, en su psiquismo se instauraría el principio de la realidad. Pero antes pasa el sujeto por la fase del yo – placer – purificado, donde sólo admitiría como propio aquello que es fuente de placer, mientras que lo otro es aquello que produce displacer, los otros son los malos, el sujeto es lo bueno, en consecuencia el seno materno hace parte de sí, y la frustración es del otro, es una forma elemental del pensamiento que luego puede verse articulado al juicio de existencia o de atribución, bajo la forma de aquello que el sujeto traga, para hacer parte de sí o escupe para expulsarlo, sentimientos que pueden incluso encontrar luego expresión metafórica cuando dice de los otros, que «no se los traga» o que «se los comería».

Finalmente se instauraría en un progresivo reconocimiento, el principio de realidad en lugar del principio del placer, cuando el sujeto acepta que el placer y el displacer se encuentran tanto en sí mismo como en el otro. Ya allí hay una concepción del sujeto del inconsciente que no obedece a un carácter unitario de la consciencia, pues en esa evolución sólo mantiene unidad a partir de la denegación, represión, forclusión, desmentido de lo displacentero, de la alteridad; y la solución, en caso de que hubiera un sujeto que se condujera completamente conforme al principio de realidad, sería la de un sujeto no unitario, porque estaría obligado a reconocer en sí una parte que es fuente de displacer y otra de placer, y en el otro una spaltung similar. Esas fuentes son inconscientes, lo que incluye otra forma de división y arrasa toda posible idea de uno idéntico a sí mismo del sujeto. El sujeto no es un individuo, cuando individuo es indivisible. Desde un punto de vista imaginario, es en la vía de la identificación especular, en la ambivalencia júbilo y rivalidad que se forma el yo del sujeto, conforme al otro como modelo.

En términos freudianos: el yo se constituye con base en identificaciones, esto es la resultante del proceso en que el sujeto toma inconscientemente un rasgo del otro y se transforma a sí mismo conforme a ese modelo. Las identificaciones primordiales son las Imagos, estructuras imaginarias inconscientes, generalmente correspondientes a rasgos familiares: paternos, fraternos, maternos, en torno a los cuales el sujeto ordenará el resto de las sucesivas identificaciones que tendrá en su vida y con las cuales construye su identidad. En ese sentido, podría decirse que la identidad de un sujeto es la resultante de sus identificaciones ambivalentes y contradictorias, la síntesis de las mismas, presentándonos en consecuencia un sujeto dividido en múltiples identificaciones con los otros, identificaciones siempre parciales, contradictorias entre sí, que hacen del sujeto del inconsciente un sujeto divido y conflictivo. Las Imagos será lo que después Freud llamará el superyó, mientras que el yo será comparado por Lacan con una cebolla de huevo, formada por capaz de identificación que se superponen alrededor de una nada.

El superyó, es el heredero de una identificación primordial a los padres, el yo de las identificaciones a quienes rodean el sujeto y el Ello, indómito, pulsional, cuasi biológico, irracional, vienen a conformar los tres polos de lo que en un sujeto forma su personalidad. Es decir, su identidad desde el punto de vista imaginario. La primera vivencia de un sujeto con relación a su cuerpo es la de un cuerpo fragmentado, no posee dominio sobre el mismo, no hay dominio sobre sus pulsiones parciales, su motricidad es escasa, y sobre todo no posee una imagen corporal de sí mismo, por tanto no se reconoce a sí mismo y sólo estará sumido en el continuum del yo realidad del comienzo. Es preciso que a través de otro reconozca la unidad de su cuerpo, y es lo que Lacan ha promovido en el psicoanálisis como Estadio del espejo[5].

El sujeto se aliena a esa imagen del otro que anticipa su unificación y dominio corporal de los que hasta entonces adolece y en adelante, se tomará a sí mismo por la imagen, o tomará la imagen del espejo, del semejante, por su «sí mismo» como una evidencia incuestionable y aseguradora de su identidad. No obstante, al júbilo que subyace esta fascinación alienante del sujeto ante su imagen, sucede otro momento de la fase del espejo, donde esa imagen se le hace rival, es un drama encarnado en el nacimiento de un hermano menor y que se designa con el nombre de complejo de intrusión[6].

La rivalidad, los celos, la envidia, el odio hacia el hermano intruso, o hacia su imagen, que de familiar pasa a ser inquietante, extraña, ominosa, es la matriz social de los sentimientos de odio hacia el otro, con la carga de agresividad, segregación y violencia que esto comporta. Es decir que la segregación no sólo viene como un mecanismo de afirmación frente a los semejantes, sino que además hay una segregación al interior de la constitución misma del yo, cuando luego del júbilo por la imagen de sí mismo anticipada en la imagen del otro, se pasa a tratar segregativamente esa misma imagen como persecutoria, como doble, como sombra en algunas culturas, es el núcleo paranoico del yo. Este punto se coloca en eco y en contravía de la tradición rousseauniana, pues en El discurso sobre el origen de la desigualdad, Rousseau señalaba una paradoja en la que también reconocía un rechazo de sí como posibilidad de aceptarse en los otros, lo que ya comienza a poner en cuestión la identidad subjetiva; pero coloca la piedad como fundamento a priori del sentimiento gregario, lo que le oculta la pulsión de muerte y la tendencia segregativa de los hombres como condición identitaria, «La voluntad sistemática de identificación con el otro debe ser simultánea, escribe Lévi–Strauss al hablar de Rousseau, a una negativa obstinada de identificación consigo»[7].

Es el punto de viraje necesario para poner en cuestión la tautología simplista del «yo soy yo» cuya afirmación de identidad no es posible sino a costa de negar que «yo soy los otros», negación que puede incluso hacer ejercicio de la violencia extrema para borrar toda traza de lo que nos constituye del otro. Es lo que se coloca de la intimidad en los otros, en una extimidad para tratar de segregar hacia el exterior los componentes propios detestados y desde ese lugar afuera encarnado en los otros tratar de borrarlos, colocarlos lejos de la vista, no querer saber nada de ellos, eliminarlos. En ese desplazamiento del júbilo alienante del sujeto que se toma por el otro creando su identidad, hacia el otro como fuente de angustia, en el punto en que no coincide consigo mismo, se inserta la cuestión del deseo del otro.

Es el punto de aporía cuando la pulsión de muerte viene a perturbar el Eros hasta allí planteado, lo que de golpe derrumba el a priori rousseniano de la piedad en estado de naturaleza que pone como pilar posible de la identidad de sí en el sujeto. El programa de la piedad, el de amar al otro como a sí mismo, es lo que está en cuestión al descifrar tanto en sí como en los otros, que la manera de aprehensión puede ser mortífera. Se vuelve fundamental la pregunta por el lugar que el sujeto tiene en el deseo del otro, ¿qué quiere de mí? Pero a la vez ¿qué quiero del otro? Ahora bien, el cuerpo del sujeto sabemos que no se reduce a un organismo vivo, sino que además está tomado por códigos simbólicos y por representaciones imaginarias que las culturas configuran, por ejemplo, para crear en él las trazas de reconocimiento de su identidad; desde el tatuaje hasta el escrutinio de sus huellas digitales, desde su nombre, vestido, pintura, maquillaje, corte de cabello, designación anatómica, raza, color, etc.

Son dimensiones que se toman el cuerpo y lo trascienden. Las identidades entonces aparecen en un sujeto a partir de una transmisión,  inconsciente en parte, por medio de los complejos familiares, otra parte, a nivel consciente a través de la educación y las palabras de los otros con que configuran su identidad simbólica, y en ese movimiento, la identidad atraviesa el cuerpo. En esa identidad es esencial en la modernidad el nombre propio, en la antigüedad sólo los nobles eran noviles, es decir los que tenían nombre propio. Hoy puede decirse que el nombre propio es el núcleo significante del yo, es la marca de la inscripción simbólica y por tanto social del grupo sobre el sujeto, a través de los padres o familia que
anteceden el nacimiento del organismo con la nominación, apellidos, lengua materna, religión, condición social, entre otros. Y es el nombre propio el que vendrá en el ámbito simbólico a crear la ilusión de su identidad singular, pero también social; el nombre tiene una función de demarcación simbólica respecto a los otros. Es lo que viene a determinar su parentesco, los objetos permitidos y los prohibidos por las leyes de prohibición del incesto, además de las determinaciones culturales de la cortesía y de los formalismos que imponen cada vínculo con sus semejantes y superiores sociales.

Pudiera decirse que la identidad se la aporta radicalmente al sujeto la identificación al código lingüístico que le es transmitido, su lengua «materna» determina su pensar, sentir, actuar; en ella se le transmite las mentalidades de su época, los valores, antivalores, el juicio sobre lo bueno y lo malo, etcétera. La convicción con que el sujeto abrace esos significantes es lo que le da la identidad simbólica y sus señales de reconocimiento por los demás y por sí mismo, de ello depende la manera como la pulsión se aferra a esos significantes, determinando el ritmo, la entonación, la contracción muscular, la pasión con que hable de tal cosa u otra, las cargas libidinales sublimadas o no que acompañan las vocalizaciones, la función simbólica de la significancia[8].

Es lo que inscribe en el sujeto las marcas de los procesos pulsionales (apropiación, rechazo, oralidad, analidad, amor, odio, vida, muerte) que se expresan como procesos semióticos; las palabras obscenas, por ejemplo, dan cuenta de la particularidad como un sujeto se relaciona con una consciencia judicativa y por ende de la identidad. Este desarrollo es ya un descentramiento del sujeto como igual a sí mismo, a pesar de que la psicología de fin de siglo pretenda, lanza en ristre, volverlo a afirmar, retornando con Rousseau a una cierta metafísica de la unidad del hombre. El psicoanálisis freudiano ya había revelado la escisión del yo[9] , no sólo respecto a sus objetos (los otros) sino respecto a sí mismo; Un sujeto dividido cuando su psiquismo está compuesto por un yo, que sólo puede ser pensado en relación a otras dos instancias: un superyó, un ello, y a su vez estas tres instancias poseen las cualidades de consciente, preconsciente e inconsciente, mas no respectivamente sino de forma compleja.

Cuando además pensamos este sujeto a partir de la elaboración suplementaria realizada por Lacan, quien pone en la base del psicoanálisis el sujeto del inconsciente como sujeto dividido por el significante y por el goce, y disgregado en los anudamientos e intersecciones de las dimensiones: real,
simbólica e imaginaria, tenemos una concepción compleja de la identidad, que en todo caso nos aleja de las nociones de unidad, constancia y reconocimiento de lo mismo. Tanto la dimensión del sujeto real, como la imaginaria y la simbólica, se hayan anudadas de tal modo que entre ellas se presentan intersecciones, que no es del caso desarrollar aquí, pero que en el fondo, hacen imposible pensar una dimensión sin hacer entrar en juego la otra; su disección es puramente descriptiva, pues en verdad su existencia es indisoluble.

De este recorrido puede surgir una definición hipotética de la identidad subjetiva – pues ya es imposible decir individual- que ponga el énfasis en su división; la identidad, puede ser pensada como una articulación de referentes simbólicos, imaginarios y reales – esto es espaciales, temporales, además de ciertas formas propias del placer y del horror – a partir de las cuales un sujeto o una colectividad se representa a sí mismo ante los demás y ante sí; el sujeto o la comunidad encuentra en esa articulación identitaria las coordenadas para orientarse en sus roles y comportamientos. Es una definición que no viene de la misma vena epistemológica, pero que en el fondo desarrolla lo que otras culturas han observado en los sujetos, cuando, por ejemplo, en el ámbito de la identidad individual: «en Indonesia, se encuentran sociedades que creen en una infinita cantidad de «almas» que se alojan en cada miembro, en cada órgano, en cada articulación del cuerpo individual; el problema, pues, consiste en evitar que estas almas se escapen, en vencer su tendencia constante a la dispersión. En efecto, únicamente a condición de que permanezcan unidas, conservará el individuo su integridad»[10] Concepción que Lévi–Strauss asocia a la concepción de la biología moderna donde la identidad es el resultado del comportamiento de millares de neuronas de reacción imprevisible respecto a determinado estímulo, ya esa es una tentativa de mostrar una estructura de la identidad, tanto desde la creencia religiosa como desde la creencia científica. Se han develado dos dimensiones del otro para el sujeto, tanto su dimensión de modelo de identificación, como en su dimensión de enemigo; lo idéntico y lo diferente. Freud revela además otros sentidos de la alteridad, cuando el otro representa también para el sujeto su auxiliar y su objeto[11].

Según prime la dimensión de lo idéntico o lo segregativo depende que el auxiliar sea convertido en objeto de explotación económica, el objeto de usufructo sexual y el modelo en enemigo o intruso. Pero a su vez en esa misma dimensión es que el sujeto puede ser aprehendido por los otros. El precipitado resultante del anudamiento de esas dimensiones del sujeto, es lo que se aprehende como identidad, por eso cuando alguno de los elementos que la componen se pone en cuestión, eso se expresa como crisis en la identidad.

En el adolescente es algo palpable, por cuanto en él aparece una situación de duelo, en tanto pierde la ilusión de omnipotencia que atribuía a sus padres, modelos de su propia identidad, por la vía de la identificación. Se desprende de las imagos parentales y una dimensión de culpa y de decepción a la vez se impone en él por ese desprendimiento, que en algún sentido, es también asesinato de los mismos, no obstante, ese duelo permite que el sujeto recree su identidad, esto es, que estructuralmente pueda producir nuevas combinatorias, que den un nuevo precipitado, así sea sobre nuevas ilusiones o desilusiones; En ese nuevo precipitado el lugar del deseo del sujeto es lo que esencialmente cuenta, para que pueda sentirse idéntico a sí mismo o cobarde respecto a sus anhelos, según donde inscriba de nuevo su deseo.

En el adolescente hay crisis de identidad porque hay puntos de real, de catástrofe que confrontan su identidad, la transformación de su cuerpo y de la imagen del mismo, el encuentro con el otro sexo o simplemente con el sexo del otro, con el lugar que el deseo del Otro le asigna, que trata de determinar su propio deseo, la imposición cultural de abrazar los códigos de comportamiento respecto a su identidad genérica y su lugar en el mundo como hombre, como mujer, como miembro con funciones en una sociedad que tiene una idea de la identidad correspondiente a un papel social, etcétera.

2. Identidad y diferencia colectiva

En la heterogeneidad de las sociedades hay una tal diversidad de contenidos culturales que es difícil desprender de su estudio una concepción universal de la identidad, en términos de algo que en sustancia y en accidentes permanezca como lo mismo generalizable para todas las sociedades. Hay en cambio una identidad fragmentada en elementos múltiples donde también se reconoce en el ámbito colectivo una tendencia a la segregación de los demás y un reconocimiento, ante sí y ante los otros, de las insignias que hacen esa diferencia. Para algunas de las ciencias humanas, la identidad colectiva cobija un conjunto de hábitos religiosos o seculares, modos de vida, solidaridades entre un grupo, comportamientos de una colectividad, maneras de sentir, pensar y actuar de una sociedad, estilos de vida de los que se desprende una originalidad, una diferencia respecto a otros, una forma mental específica.

Desde el psicoanálisis se puede intentar una argumentación para dar cuenta del paso de la identidad subjetiva, tal como acaba de describirse a identidad colectiva. Se ha dicho más arriba que el sujeto encontraba en el otro el auxiliar, el modelo, el objeto de amor y el enemigo. Freud va mas lejos, al dotar el sujeto de tendencias pulsionales hace que prefiera la explotación de ese otro, de su fuerza de trabajo, que se incline hacia la apropiación de sus bienes sin resarcirlo, hacia el abuso de su cuerpo en el ámbito sexual sin su consentimiento, el sujeto puede además agredir al e incluso matarlo, a partir de una segregación que la pulsión instala en el hombre como supervivencia, afirmación o ambición. Es una consecuencia de la dimensión simbólica en juego en la pregunta por el deseo del otro sobre el sujeto y del propio sobre los demás. Esto puede de manera coherente articularse a la dimensión social, cuando Edward H. Carr afirma que «La esencia misma de las sociedades humanas a lo largo de la historia ha sido la desigualdad, la estratificación social en clases y castas, la separación entre dominadores y dominados, entre explotadores y explotados»[12].

Luego añade que «Las formas de clasificar a los hombres en diversas sociedades han sido muy variadas y dispares. Simplificando, podría considerarse que la inmensa mayoría de ellas responden a uno de estos dos criterios de estratificación: 1) división en grupos definidos por una situación legal o de privilegio (castas, estamentos), y 2) agrupación en capas que reflejan diferencias de orden económico, de posesión de bienes y de desempeño de un papel determinado en el proceso productivo (clases sociales)»[13] Y finalmente afirma que «el historiador (…) no llegará a comprender jamás la dinámica de la evolución de una sociedad, si no entiende los enfrentamientos entre las distintas clases que la integran» para ello cita a E. P. Thompson quien señala que: «La clase aparece cuando varios hombres, como resultado de experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses entre sí y contra otros hombres, cuyos intereses son distintos a los suyos (y generalmente opuestos a ellos) La experiencia de clase está determinada por las relaciones productivas en que los hombres nacen – o en las que entran involuntariamente-

La conciencia de clase es la forma en que estas experiencias son manejadas en términos culturales: incorporadas en tradiciones, en sistemas de valores, ideas y formas institucionales»[14] Si hay determinaciones de la noción de identidad en el nivel individual, también las hay en el nivel colectivo, Freud especificó la identificación, como el mecanismo a partir del cual se configuran las masas artificiales, cuando se sostienen en una solidaridad entre pares; el mecanismo de su producción consiste en que el Ideal del yo (consciencia moral, superyó) de cada uno de los miembros de la masa se ha identificado al líder del grupo, y del reconocimiento de que los otros han también reemplazado su Ideal del Yo por dicho líder, surge un vínculo entre ellos. Ese doble vínculo, al líder y a los otros, es lo que da la estructura homogénea al grupo, su identidad, incluso cuando el líder no está encarnado sino que es reemplazado por una idea rectora. El grupo da identidad a sus miembros.

Freud reconoce en la identificación la forma más primitiva de enlace afectivo del sujeto al Otro, y diferencia tres tipos de identificación: al padre ideal, que es el modelo explicativo de configuración de las masas, cuando el líder es el subrogado de dicho padre; la identificación al objeto de amor, también válida en este terreno que hace que el sujeto pueda confundir el amor con la identificación e identificarse al líder en la medida en que lo ama y se siente amado por él; y una identificación histérica, o por contagio, igualmente en juego en la configuración de las colectividades.

La identificación permite el paso explicativo que posibilita la generalización de lo individual a lo colectivo, con menos problemas que en otras disciplinas como la historia de mentalidades y la etnología, donde este es un paso que hace impasse. Braudel recuerda a Michelet, quien repetía que una nación no es una persona[15], tampoco lo es para el psicoanálisis, pero puede poner la identificación como un principio explicativo tanto en el registro «individual» como en el colectivo, puesto que en el fondo reconoce en ambos los efectos del sujeto del inconsciente. Por su parte, Michel Izard, citado por Jean Marie Benois, encuentra un problema que formula así: «¿puede el etnólogo aceptar tomar en cuenta cómo se refleja la representación que un individuo se da a sí mismo por su pertenencia a un grupo?» [16].

Desde el psicoanálisis, literalmente la respuesta sería afirmativa, pues el inconsciente es el discurso del Otro, y dicho Otro es el grupo de pertenencia, sus discursos, el lenguaje, los códigos, etcétera. Es a partir de allí que se estructura su inconsciente como un lenguaje, justamente como el lenguaje compartido por ese grupo; más aún, no solamente se trata de los significantes que le son transmitidos al sujeto, sino además del horizonte de placer y de horror (goce) que esa época y cultura determinan en cada sujeto. Por supuesto que también hay una elección forzada en el ámbito inconsciente donde selecciona los significantes del Otro y una manera propia de gozar para construir con ellos su fantasma (su estilo de vida) y la constelación de su neurosis. Pero, en general, los decires del sujeto reflejarán las formas de ese Otro inscritas en él, además de la manera particular que ese sujeto tuvo de hacerse cargo de esas palabras y de esos goces. En ese código cultural y a través de su familia y otras formas de socialización, por medio de la identificación, es que el sujeto construye su identidad; Mas aún, en un nivel inconsciente encuentra en las palabras de su primer círculo, los significantes que conforman la constelación simbólica con que hace de manera mas profunda sus apetencias, aberraciones, ideales y destino, es decir, su mito individual[17].

El sujeto en psicoanálisis no puede ser concebido entonces sino desde la perspectiva de su relación a los otros, a través de la familia o las formas sociales creadas por cada civilización para la transmisión al sujeto de la ley, del lenguaje y de las formas de goce. Por eso Freud dice que no hay diferencia entre psicología individual y psicología social, desde el momento en que es impensable el sujeto sin los otros. La territorialización intrasubjetiva que quiere fundar la identidad del hombre, se hace a partir del yo pero contra el sujeto, es una territorialización cada vez más estrecha que Freud llama el narcisismo de las pequeñas diferencias; Es a partir de ella que el yo o la colectividad imagina su identidad propia y segrega a todo aquel que pretenda igualársele en su terreno; Hay en cierto modo una lógica de la alienación de la identidad y de la separación en la segregación de los que no hacen parte de ella, esa separación es correlativa de la alienación. Es por esta razón, que si el sujeto habita esa insularidad promovida por la cultura como individualismo, simultáneamente denuncia su soledad en la pareja, en la familia, en la comunidad y llama a las solidaridades de género, de credo, de partido, de clase, de comunidad psicológica y se quiere el Uno, la totalidad, en una recurrencia a categorías cada vez más universales: la aldea global, la comunidad económica; y finalmente la ilusión de una naturaleza humana. No obstante, en esa categoría universal circunscribe sólo a aquellos que su capricho está dispuesto a reconocer como sus semejantes, en una especie de etnocentrismo de la dispersión;[18] es este el que hace por ejemplo que los Griegos de la Antigüedad, idealizados en Occidente, dividieran en dos partes al género humano: la raza helénica y el resto, «los bárbaros», incluso si dichos bárbaros no tuvieran entre sí ni unidad, ni lengua común; Igualmente, la categoría de extranjero en la modernidad es el estigma segregativo de una diferencia contrastante con el prejuicio de la superioridad del habitante del país; el prefijo ex, evoca una no aceptación, un rechazo de la fraternidad;[19]

De modo más local la palabra «desplazado» para los nuevos inmigrantes a las ciudades colombianas, expulsados por la violencia rural, tiene esa misma connotación. Se puede incluso extremar el argumento evocando a Lévi–Strauss cuando declara que: «la humanidad termina en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, y a veces, hasta de la aldea; hasta tal punto que gran número de pueblos llamados primitivos se autodesignan con un nombre que significa «los hombres» (o a veces, diríamos con mayor discreción, «los buenos», «los excelentes», «los completos»), lo que implica que las otras tribus, grupos y aldeas no participan de las virtudes e incluso de la naturaleza humanas, sino que, como mucho, están compuestas por «malos», «malvados», «monos de tierra» o «huevos de piojo»[20]

Lévi–Strauss señala un camino a la Etnología de inspiración estructuralista, que va de lo individual a lo colectivo a través del totemismo. Es ese el operador del paso de lo particular a la universalización y viceversa, «en la cual desemboca fatalmente toda interrogación sobre la identidad.»[21]

Strauss dice: «del mismo modo que en el plano lógico el operador específico efectúa el paso por una parte hacia lo concreto y lo individual y por otra hacia lo abstracto y los sistemas de categorías, así en el plano sociológico, las clasificaciones totémicas permiten a la vez definir el estatus de las personas dentro del grupo y dilatar elgrupo más allá de su marco tradicional»[22].

Es una posición de gran interés, por cuanto Lévi–Strauss revela la complejidad de pensamiento allí donde se había puesto la mentalidad primitiva como prejuicio etnocéntrico. Sus elaboraciones mostraron que tanto el mito como el rito obedecen a una lógica estricta que determinan las estructuras complejas del pensamiento salvaje. De esa lógica se desprende la instauración del parentesco, la regulación de las leyes sociales y la forma de relación del hombre con la naturaleza y con sus dioses. En ese sentido Lévi–Strauss se opone a Levi Bhrül quien en el pensamiento primitivo fundó el prejuicio etnocéntrico del salvaje como aquel que tenía una mentalidad inferior y en el que había que reconocer la prehistoria del pensamiento europeo occidental.

Freud desarrolla en su texto sobre Tótem y Tabú[23], el análisis de cómo luego de dar muerte al padre primordial que era dueño de la muerte y de las mujeres, los hombres devoraron su cadáver para obtener engulléndolo sus virtudes admiradas, (incorporación aquí coincide con identificación) luego se encontraron en un conflicto psíquico, de culpabilidad, admiración y nostalgia hacia el padre asesinado, a la vez que de odio; de allí se dio un salto al pacto fraterno de reglamentar el acceso a las mujeres, haciendo que algunas de ellas les fueran prohibidas a unos y permitidas a otros y viceversa, además de la prohibición de matar. El lugar del viejo padre quedó vacío, pues aquel que quisiera tomarlo correría igual suerte que él, y en su lugar se erigió el Tótem; un animal con las mismas características del padre asesinado: virtudes admiradas, prohibición de matarlo, salvo en fiestas rituales donde se lo comía, y antepasado de la tribu desde donde se desplegaba su parentesco; eso hizo posible el intercambio de mujeres con otras tribus de diferentes Tótems y la creación de Fratrias, desde donde se configuraron estructuras elementales del parentesco.

Es algo que se encuentra también en el origen de la identidad y la diferencia. Es esa dimensión la que da cuenta de la tendencia de los grupos humanos a perseverar la segregación en su ser, en su esencia, en su igualdad a sí mismos, lo que hace el corazón de su etnocentrismo y la base de la discriminación con todo aquel que no sea de su código. Dicho código que es lo que Lacan se llama el Otro, como tesoro de los significantes, a partir de los cuales una comunidad se entiende, es su «parroquia», como dice Bergson. El narcisismo del grupo se satisface en ese código, pero como la pulsión de muerte habita el corazón del narcisismo, ella se satisface igualmente en la discriminación del diferente, en la segregación del otro y se defenderá con ahínco de todo aquello que vuelva relativa su identidad o no la reconozca: Al respecto Lévi–Strauss dice: «Las sociedades [dichas] primitivas fijan las fronteras de la humanidad en los límites del grupo tribal, fuera del cual sólo se perciben extranjeros, es decir, sub–hombres sucios y toscos, cuando no, incluso, no-hombres: animales peligrosos o fantasmas. [No obstante agrega] que las clasificaciones totémicas tienen como una de sus funciones esenciales hacer estallar el cierre del grupo en sí mismo y promover la noción aproximada de una humanidad sin fronteras.»[24] Es también lo que los empuja al intercambio con otros grupos y a domeñar su narcisismo de lo idéntico, en aras a supreservación, entonces acceden a buscar sus mujeres en otras tribus no muy diferentes.

Braudel permite inferir otra definición de identidad colectiva, pues observa que en la larga duración, un país desarrolla una historia donde hay «inverosímiles acumulaciones, las amalgamas, las sorprendentes repeticiones del tiempo vivido, las enormes responsabilidades de una historia multisecular, masa fantástica que lleva en sí una herencia siempre viva, las más de las veces inconsciente, masa que descubre la historia profunda de la misma manera que ayer el psicoanálisis reveló los flujos del inconsciente»[25]. Es decir que en la multiplicidad de los aconteceres reconoce primero la repetición de lo idéntico y una herencia que se subtiende bajo lo múltiple de manera inconsciente, así no sea inmutable. Una historia profunda como flujo inconsciente de una colectividad y que podría llamarse identidad. Ese tipo de historia deriva en el esclarecimiento de «los aspectos, por así decirlo, no oficiales y no reconocidos de la vida de los hombres»[26] expresión que recoge de Malinowski, para conducirlo finalmente a la palabra identidad. Es una hipótesis de trabajo que nos interesa poderosamente porque se inspira en la concepción de que el inconsciente también se manifiesta en la dimensión colectiva sin ser inconsciente colectivo, sino en el horizonte de goce (de satisfacciones pulsionales) de las épocas y en las formas de construcción del lenguaje y sus códigos que conformen el Otro cuyo discurso constituye dicho inconsciente, por ello herencia y memoria colectiva son aquí pertinentes.

Es el punto en que súbitamente se esclarece la afirmación de Lacan de que el inconsciente es el discurso del Otro, y podemos añadir, además las modalidades de goce que como residuo una época y un pueblo han cristalizado en el discurso.

Reproduzco en extenso el pasaje de Braudel no sólo por su belleza sino por el interés de los problemas que devela y que fijarán el itinerario de este artículo: ¿»Qué debe entenderse por identidad de Francia? Una especie de superlativo, una problemática central, una consideración de Francia por sí misma, el resultado vivo de lo que el interminable pasado depositó pacientemente en capas sucesivas, así como el depósito imperceptible de sedimentos marinos creó, a fuerza de durar, las vigorosas bases de la corteza terrestre. En suma, un residuo, una amalgama, un conjunto de agregados, de mezclas; un proceso, una pugna contra sí misma destinada a perpetuarse. Si este proceso se interrumpiera todo se vendría abajo. Una nación sólo puede ser al precio de buscarse ella misma sin cesar, de transformarse en el sentido de su evolución lógica, de oponerse a lo demás sin desfallecimientos, de identificarse con lo mejor, con lo esencial de sí misma, y en consecuencia de reconocerse a la vista de imágenes propias, de contraseñas conocidas por los iniciados (ya sean de una élite, ya sea la masa entera del país, lo que no siempre es el caso) Reconocerse en mil pruebas, creencias, discursos, coartadas, vasto inconsciente sin riberas, oscuras confluencias, ideologías, mitos, fantasías (…) Además, toda identidad nacional implica forzosamente cierta unidad nacional que es como su reflejo, su transposición, su condición.»[27] (el subrayado es mío)

Finalmente agrega: «¿Quién de nosotros los franceses, no se ha planteado, no se plantea cuestiones sobre nuestro país en la hora actual y más aún en las horas trágicas por las que pasó nuestro destino incesantemente a lo largo de todo su camino? Esas catástrofes son cada vez para nosotros vastos desgarramientos de la historia, como en nuestros viajes aéreos de hoy son esos agujeros, esos pozos bruscos de luz dentro de la densidad de las nubes, en el fondo de los cuales se percibe la tierra. Catástrofes, abismos abiertos, pozos de luz triste; nuestra historia está repleta de ellos y para encontrarlos no hay que remontarse demasiado en el pasado: 1815, 1871, 1914 (…) En 1940 doblan fúnebres otra vez las campanas alrededor de Sedan, cuando se desarrolla el drama de Dunkerque en medio del desorden inaudito de la derrota (…) Verdad que con el tiempo esas monstruosas heridas se cicatrizan, se borran, se olvidan (…) tal es la regla imperiosa de toda vida colectiva (…) La Francia profunda permanecía detrás de nosotros, sobrevivía y sobrevivió. Y si los hombres no usan mañana su fuerza diabólica de destrucción, sobrevivirá a nuestras inquietudes, a nuestras existencias, a una historia dramáticamente saturada de acontecimientos, a una historia peligrosa que cada día realiza ante nuestros ojos su danza como el fuego brillante y angustiante, pero pasajero.»[28]

Se trata de una hermosa página donde define lo que entiende por identidad colectiva, a la luz de la cual podemos interrogarnos por la identidad de Colombia: ¿un adjetivo universal para todos los colombianos? Evidentemente sí un residuo y sedimento vivo de la historia, pasada, precolombina, indígena, donde como hoy tampoco había unidad, y aún en su incipiente vida republicana, 180 años apenas, soñada como parte de una gran Colombia por Simón Bolivar, legislada como dividida en pequeños federalismos, en pequeños países, por Francisco de Paula Santander; Sí un residuo de la manera como vinimos al final a encontrar en el terror un estilo de vida y de muerte, pero también un resultado de ideales religiosos, seculares, sacros y profanos, mezcla de razas, contradicciones, condensaciones bizarras de conquistadores europeos, esclavos africanos e indígenas nativos, sumados a 500 años de combinaciones y decantaciones.

Es una historia de guerras civiles que se suceden con minúsculos períodos de paz, ¿ha dado todo esto un precipitado, en sentido químico, de algo que pudiéramos llamar una identidad colombiana? O como expresa nuestro Nobel, «cada colombiano sigue siendo un país enemigo»; ¿ha cocido esta historia un código, un tejido de emblemas, lugares comunes, modos de uso particular del lenguaje? ¿Unas formas del placer y del horror propios donde reconozcamos nuestra identidad? ¿O donde nos reconozcan en el extranjero como traficantes de droga y violentos? ¿Hay imágenes propias en las que encontremos nuestras insignias? ¿Son nacionales o regionales? ¿Es la violencia de 180 años de vida republicana un signo de identidad o de destrucción de identidades? ¿Son pruebas de algo que resiste de modo mas profundo? ¿Nos reconocemos en mitos, leyendas, folclore, ritos, idearios y utopías? Un dato es claro, unidad nacional nunca hemos tenido, de allí la vacilación de afirmar una identidad colombiana. Pero en cambio, ¿han habido identidades de élite? ¿Identidades populares? ¿ De grupos? ¿Cómo se inscribe en unas y otras la violencia? Igualmente, en momentos de crisis, para nosotros ya casi de larga duración, manera permanente de ser, constantemente y de modo conmovedor buscamos identidad, en ocasiones en cosas bastante efímeras.
¿Son para nosotros los desgarramientos, casi permanentes de nuestra historia, también, pozos de luz, la letra escrita con sangre de las páginas de lo que somos? ¿Tiene allí el origen nuestra vocación de olvido? ¿o de venganza? Braudel describe luego la identidad de Francia a partir de varias coordenadas: su geografía, su demografía, su política, su economía, su «culturología» y su sociología. De ese recorrido pretende derivar no sólo la identidad como base, sino además, el destino de Francia que de esas bases históricas se proyecta. Por su parte Lévi–Strauss sugiere que la comparación formal y el análisis de los grupos en su contexto y particularidad, revela que más allá de la identidad grosera e inmediata, más allá de esa «identidad de superficie» hay estructuras profundas que al modo del Totemismo, debe en la contemporaneidad mostrar los elementos que construyen las identidades en su relación y vínculo con los otros y con el Otro. Esa identidad de superficie es la que, produciendo en momentos precisos de la historia, orgullo y vanagloria patrióticos, aviva las llamas de las guerras contra los que no entran en su patria como pares, es lo que luego da cuerpo a las ideologías racistas, nacionalistas, tal como al comienzo del siglo XX se configuró el nacionalismo, al ritmo de la modernización y la urbanización de la sociedad. El rasgo más destacado de la historia europea de esa época es el desarrollo de las nacionalidades, esto es, de las identidades nacionales.

El nacionalismo luego se cubrió de los atributos de la religión que tienen la función de suturar la identidad allí donde se adivina una crisis de la misma[29] , en el ámbito colombiano fue lo que intentó el partido conservador, lo mismo que el comunismo se procuró los símbolos de la regeneración, renacimiento y salvación, y el partido liberal colombiano de los años 30 una cierta ideología del progreso y reorganización de las estructuras establecidas[30]. A esta altura del análisis emprendido, se ha expuesto las maneras como en el ámbito individual y colectivo se juega la cuestión de la identidad, en una oscilación entre la identidad de cada sujeto o de cada cultura y una perspectiva universalista que quisiera encontrar una naturaleza humana como identidad del hombre consigo mismo, pero se verifica, tanto en el ámbito individual como colectivo, que esa universalización, independientemente del grupo humano del que se trate o del individuo en cuestión, es sistemáticamente negada a otros; hay la tendencia a las unidades cada vez más universales en el ámbito económico,político, etcétera. Pero, en igual proporción, el aumento de las prácticas segregativas y violentas; si bien se ha esbozado hasta aquí su lógica, no se ha dado cuenta aún del operador que las pone en relación. Es
decir, porqué el correlato del júbilo en la constitución del sujeto es la agresividad, y porqué el correlato de la fraternidad de los grupos que afirma su identidad sufre el salto catastrófico hacia la segregación.

[1] Sociólogo de la Universidad Autónoma Latinoamericana y Doctorado en Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, profesor e investigador del grupo: Psicoanálisis, Sujeto y Sociedad en el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de Antioquia. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis

[2] STRAUSS, Levi. La identidad, Seminario, 1977, París, Ed. Petrel, 1981, Barcelona.

[3] GRENN, Andrée. Atomo de parentesco y relaciones edípicas en La Identidad, Ibid, p.88
[4] FREUD, Sigmund. Dos principios del suceder psíquico, 1911, Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid.
[5] LACAN, Jacques. Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je, 1936, en Ecrits, Seuil, París, 1966
[6] LACAN, Jacques. Les complexes familiaux dans la formation de l´individu, 1938, Navarin, París, 1984
[7] Citado por BENOIS, Jean Marie. Facetas de la identidad, en La identidad, Seminario de C. L. Strauss, 1977, París, Ed. Petrel, 1981, Barcelona.
[8] KRISTEVA, Julia. El tema en cuestión: el lenguaje poético, en La Identidad, ibid, p.260
[9] FREUD, Sigmund. la escisión del yo en el proceso de defensa,
[10] STRAUSS, Levi. Ibíd, 1981, p. 9
[11] FREUD, Sigmund. El Malestar en la cultura, 1930, cap.V, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid.
[12] CARR, Edwar H. La historia, Ed. Quipú, Colombia, 1972, p. 43.
[13] Ibíd., p.44
[14] Citado por CARR, Ibíd.
[15] BRAUDEL, Fernand. La identidad de Francia, 1986 primera edición francesa, Gediza 1993, Barcelona, p.16
[16] BENOIS, Jean Marie. Facetas de la identidad, en La identidad, Seminario de C. L. Strauss, 1977, París, Ed. Petrel, 1981, Barcelona.
[17] Ver al respecto: LACAN, Jacques, El mito individual del neurótico, nacido justamente de su frecuentación de Levi Strauss.
[18] STRAUSS, Levi. Race et Histoire, 1961, Méditations, Gonthier, nueva edición 1973.
[19] KRISTEVA, Julia. Extranjeros para nosotros mismos, Plaza y Janés, Barcelona, 1991 y TODOROV Tzvetan Nosotros y los otros Siglo XXI, México,
D.F. 1991, citados por VILLAR Pierre, Pensar históricamente, Crítica, Barcelona, 1997, p.9
[20] STRAUSS, Levi. Op Cit. 1961, p.21
[21] VENIOS, Ibíd. p.21.
[22] STRAUSS, Levi. La pensée sauvage, Plon, París.
[23] FREUD. Sigmund. Tótem y tabú (1914), en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid.
[24] STRAUSS, Levi. La Pensée Sauvage, p. 220
[25] BRAUDEL, Fernand. La identidad de Francia, 1986 primera edición francesa, Gediza 1993, Barcelona.
[26] Ibíd.
[27] Ibíd.
[28] Ibíd.
[29] KRISTEVA. El tema en cuestión, p.227
[30] STROMBERG, Roland. Historia intelectural europea desde 1789, Debate, Madrid, 1991, P.260-261.

2008

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