Mario Elkin Ramírez Ortiz

El texto de Freud: Una neurosis demoniaca del siglo XVII, parte del presupuesto de que las enfermedades neuróticas durante el Medioevo se presentaban con una vestidura demonológica; Esta idea da cuenta de un cambio de mentalidades, promovido con el surgimiento del discurso científico y de la re-interpretación que éste permite acerca de los fenómenos pensados anteriormente desde las coordenadas de una metafísica. Se trata de un momento histórico en el que Freud puede aspirar a reducir la metafísica a una metapsicología. Es decir, que ya no se trata de la creencia medieval en las posesiones, ni de la fantasía eclesiástica del demonio, sino de una fórmula psicológica.

I

Para los hombres europeos del siglo XVI el universo de estaba ordenado alrededor de la tierra, el espacio celeste era imaginado como poblado de extraños seres, en el Hymne des Daimons de Ronsard (citado por Lucien Febvre) dice, por ejemplo:

Cuando el Eterno construyó la gran casa del mundo,
Pobló de peces los abismos de la onda,
De hombres la tierra, y el aire de Demonios y los Cielos
de ángeles, y a este fin, no hubo más lugares
Olas en el Universo, y según sus naturalezas
fueron todos colmados de criaturas propias…

No se trata de fantasía poética. En el siglo XVI los europeos tenían en sus concepciones del mundo una mayor familiaridad que nosotros con los Ángeles y los Demonios, estos hombres llevaban consigo un extraño universo fantasmagórico y encantado de especies singulares.

No era un asunto de clase social o de ignorancia, los sabios y grandes precursores del renacimiento abrazaban de modo apasionado la antigüedad greco-romana y fueron médicos que durante generaciones formaron los hijos de Hipócrates; no obstante, en sus tratados de Medicina Universal pululan los espíritus errantes con los que explican todo, son útiles o maléficos, los Ángeles y los Demonios son los intermediarios entre Dios y los hombres, (Febvre, 1988: 411) y se enfrentan en ejércitos: el escuadrón precioso de los Ángeles que rodean a Dios en una guardia silenciosa: ángeles sin cuerpo ni pasiones, verdaderos ciudadanos del Cielo e inmortales espíritus divinos, perfectos y puros, contra la tropa tumultuosa de los Demonios, bajo la luna espesa y poblada de un aire denso, nublado, que está en todas partes, colmado de vientos, rayos y lluvias.

No es el poeta Ronsard el único que ve los cuerpos ligeros en las nubes. Los hombres medievales eran constantes presas del temor divino o diabólico. Más que en el amor a Dios, su obediencia a la Iglesia, al Papa y al Rey cuyo poder provenía de Dios, se basaba en el temor al purgatorio, a los martirios del infierno o a la furia de Dios.

El hombre estaba, además, completamente inerme frente a la naturaleza. La peste negra redujo al 50 por ciento la población europea durante un período del Medioevo; y en la concepción del mundo, el hombre medieval colocaba detrás de las catástrofes naturales, sociales o incluso personales, a la divinidad o al demonio.

Se trataba de Demonios curiosos, cuya naturaleza participa a la vez de Dios por su inmortalidad y del Hombre por la plenitud de sus pasiones: «ellos desean, temen / Quieren concebir, aman y desdeñan/ Y no tienen nada propio a ellos, sino el cuerpo solamente» (Ronsard).

Por esta razón, Freud podrá decir luego que los Demonios son los deseos malos, los retoños de mociones pulsionales reprimidas, que los hombres de la Edad Media proyectaban desde su psiquismo, desde su vida interior de neuróticos, hacia el mundo exterior.

Algunos de esos demonios son, para los hombres medievales, buenos: «los buenos vienen del aire, hasta en sus bajos lugares/ Para hacernos saber la voluntad de los Dioses / Cuentan a Dios nuestros hechos y nuestras plegarias / Y desprenden del cuerpo nuestras almas prisioneras» (Ibíd.). Son ellos los que envían los sueños, la profecía y el arte oscuro «del saber por pájaros agoreros el futuro»(Ibíd.).

Los malos demonios, al contrario, traen a la tierra «las pestes, las fiebres, el abatimiento, las lluvias, los rayos / hacen sonidos en el aire para espantarnos….»  Todos los signos de la tragedia aparecen en el cielo, en los soles dobles, en las lunas  ennegrecidas, en las lluvias de sangre, todo lo que en el aire se hace monstruoso; el Hamlet de Shakespeare recrea magníficamente este cuadro del hombre medieval sumergido en una fantasmagoría cotidiana, porque su universo está poblado de espíritus y de demonios, de criaturas semi-divinas, de agentes e instrumentos de la causalidad, que tienen al alcance de su mano las fuerzas naturales. (Febvre, 1988: 414).

La transición del siglo XVI al XVII, desde el punto de vista de las mentalidades, fue lenta. Un hombre del siglo XVII como el pintor Christoph Haizmann, pensaba, sentía y creía, bajo la enorme resonancia de la concepción descrita. Los Dioses y demonios estaban en la utilería mental de su época. En su historia se lee que de manera indiferenciada podía sufrir vejámenes del Demonio o ser maltratado por las figuras sagradas que lo visitaban: Cristo o la virgen María. En el imaginario colectivo estas figuras estaban a disposición, por eso acude fácilmente a ellas como sustituto de su padre fallecido; Freud no deja de anotar marginalmente que el Praefectus Dominii Pottenbrunnensis lo interrogó para averiguar la causa de su opresión y que, tal vez, en esta entrevista, le sugirió a Haizmann la fantasía de su pacto con el Espíritu Maligno.

II

En la sesión del 27 de enero de 1909 de la Sociedad psicoanalítica de Viena, H. Heller presentó un comentario sobre una historia del Diablo de Gustav Roskoff, allí aparecen los datos de la apariencia exterior del diablo. El texto cita la Historia Eclesiástica (Libro V) donde se describe la primera aparición del Diablo: con la ayuda del prefecto, el obispo Marcellus de Apamée, en Siria del siglo IV, intentaba quemar el templo pagano de Júpiter.

Pero un diablo negro apagaba el fuego cada vez. Júpiter o Zeus, se sabe, es el Dios de los dioses en la Grecia antigua, un padre entonces; es singular que sea como diablo que custodie su templo. Freud aclara en la discusión que los dioses de los pueblos vencidos u oprimidos devenían diablos para sus vencedores u opresores, lo cual es una tesis que se reencuentra en el libro sobre Haizmann, esto implica un problema racial, segregativo, en la creación del diablo. Pues si el obispo Marcellus fue el primero en describir el diablo, Freud recuerda que dicho obispo había vivido en África, lo cual vuelve comprensible que el diablo hubiera adquirido el color de la raza despreciada. En el siglo XVII la creencia en el Diablo se refuerza, y por ser contemporáneo a la aparición de la sífilis, la iconografía comienza a representarlo como rojo.

También se encuentra en Heródoto que Júpiter mató un carnero, le quitó la piel, le cortó la cabeza y se presentó con ese disfraz ante Hércules; y que en una atención a ese disfraz, los egipcios formaron el ídolo de Júpiter Caricarnero (Heródoto, 1986:73); igualmente, cuenta que los pintores y estatuarios egipcios pintaban al dios Pan, o Dionisios, con el mismo traje que los griegos le colocaban, con rostro de cabra y pies de cabrón.

El renacimiento, fue la tentativa de conciliar las creencias cristianas con el arte y la cultura griega, el diablo se asemeja en sus representaciones habituales a los faunos y sátiros que acompañan al Dios Pan o a Dionisios: seres lascivos y borrachos, mitad hombres y mitad cabras; es bastante probable que las características del diablo provengan de estas figuras de la mitología griega, luego de que el cristianismo conquistara el mundo pagano.

La historia del diablo comienza con la fundación del cristianismo, si aparece en el Antiguo testamento, en el libro de Job, es como acusador y no como principio del mal. En realidad, la personalidad de Satán comienza en los tres primeros siglos de la era cristiana con los Padres de la Iglesia; pero en este periodo, y hasta el siglo XVI, aparece como un incógnito tentador, estúpido y tonto.

Con el principio de la Reforma, o mejor, de la Contra-reforma, el diablo aumenta su poder considerablemente. De manera abrupta, deviene malvado y se lleva a las personas. Rápidamente pasa de ser acusador a ser el tentador que inspira los deseos y pulsiones al hombre. Y es en el mismo siglo IV que aparece por primera vez la idea de que es posible hacer pactos con él para obtener goces sexuales, esas son las raíces de la leyenda del Fausto, que tanto sedujo a Freud.

Del siglo VII al XIII la creencia en el diablo se desarrolla al mismo tiempo que la fe en la virgen María y el culto de los santos. Y sirve a la imaginación colectiva para contrastar el poder de las personas idealizadas; el diablo aparece como el lobo feroz, o como un animal que simboliza la sexualidad, es una figura superyoica, obscena y feroz, muy cerca del animal, en lo cual se revela un rasgo totémico.

La creación del personaje del Diablo se produce paralelamente a la caída de los dioses «paganos» y su degradación en demonios que personifican las pulsiones sexuales enunciadas por Freud. Por eso es un retorno de lo reprimido en el siglo XIII, porque con el escepticismo aumentaba el goce pagano de vivir como errante, cantando a la primavera, a la rueda de la fortuna, a la felicidad del amor sensual, a la taberna, como en los cantos
goliardos de Carmina Burana, recogidos por Carl Orff.

Pero el crédito del Diablo, su temor, aumenta coincidencialmente, con la represión de ese goce. El diablo es entonces, la expresión de un conflicto psíquico en una sociedad. Por eso, la encarnación del diablo presenta rasgos y caracteres sexuales reprimidos, los cuernos, la larga cola, el pene como serpiente, etc. Personifica las pulsiones inconscientes reprimidas.

La persecución y los procesos de las brujas, cada vez más frecuente como arma de la Contrareforma, reprime las pulsiones y refuerza la creencia en el diablo instigador de todos los males. De esa manera, el diablo salva al cristianismo de la desintegración al comienzo del Renacimiento, ya que para luchar contra el maligno la Iglesia se vuelve a unir.

De otra parte, la mezcla de placer y crueldad es un rasgo característico de la creencia en el diablo y las brujas. Hoy se podría reconocer en él el sadismo, producto de la inbrincación de la pulsión de muerte y la pulsión sexual; pero también se puede ver allí el masoquismo originario, que en los histéricos, llamados poseídos en esa época, los empujaba al sufrimiento y a la muerte, con el martillo de las brujas y los sofisticados dispositivos de tortura y crueldad imaginadas y realizados por los santos verdugos.

En el texto de Haizmann Freud piensa que el demonio es un sustituto del padre, pues en la ambivalencia de sentimientos del hijo hacia su padre, se le atribuye a éste toda la dimensión de odio y crueldad que el cristianismo ha escindido de la figura de Dios, antes iracundo, vengativo, pero también tierno y protector.

El diablo es entonces la encarnación de la pulsión de muerte en una figura paterna al servicio del superyó. En la discusión de la exposición de Heler, Freud veía en el diablo un fantasma colectivo, construido según el modelo del delirio paranoico y continente de un fantasma de justificación: «el pueblo que no soporta la contradicción existente entre las exigencias de la doctrina cristiana y sus propios sentimientos, excusa [con la figura del diablo] la inclinación al pecado del hombre» (Actas, 1908-1910), señala además la característica del autocastigo marcado en la persona del diablo que viene a buscar el pecador. «El niño, que no tiene ninguna necesidad del diablo -añade Freud- transfiere sobre el Buen Dios y utiliza -como la Edad Media utiliza el diablo- para disculparse: rechaza sobre él los impulsos que no quiere reconocer [como propios] y que por tanto, siente» (Actas, 1908-1910).

El diablo, en consecuencia, representa una fase distinta del superyó prohibidor, empuja al goce y luego viene a castigar.

Dios y el diablo hacen parte del complejo paterno, Freud recuerda que se trata de un ángel caído, es la contraparte de Dios y está muy cerca de su naturaleza; Dios y el Demonio fueron idénticos, en las religiones antiguas Dios mismo reunía todos los rasgos espantables, basta recordar al furibundo Yhavé; sólo más tarde fueron contrapuestos y escindidos estos componentes.

El retroceso de la fe hizo que se perdiera en primer lugar la credibilidad en el diablo, no obstante, su internalización simbólica ilustra bajo la forma del superyó, que así haya perdido su fuerza simbólica como figura alegórica, la eficacia de los poderes psíquicos que designaba, continúa intacta.

III

A comienzos del siglo XVII, la Iglesia ofrecía la seguridad de la religión: respuestas, aunque no demasiadas porque era impensable poner en cuestión los dogmas de fe que para la mayoría eran satisfactorios; ofrecía la protección celeste a quien pagaba los tributos al Rey y los diezmos al Papa; ofrecía la salvación del alma y finalmente, ofrecía un código de relación a los otros, proclamada desde las capillas y ajustado al modo de producción medieval, el feudalismo. Mientras tanto, el pintor Haizmann acudía ante los Padres de la Iglesia como un «miserum hunc hominem omni auxilio destitutum», un mísero hombre, destituido de todo auxilio, según la carta de presentación del párroco de Pottenbrunn.

Había, para los hombres de esta época, un Dios como figura de un padre omnipotente y temible, pero en vista de que el cristianismo diezmó el monoteísmo y bajo la jerarquía medieval de ángeles, arcángeles, serafines, querubines, vírgenes, santos y el demonio, introduce un politeísmo mezclado de animismo, su omnipotencia comienza a resquebrajarse o a distribuir su poder en el cortejo mencionado y además, en el cortejo terrenal que lo representaba en su Iglesia; es a través de este último, que el Dios-Padre no puede permanecer intachable en su poder.

En efecto, los poderes terrestres se desequilibran, los reyes pretenden hacer pagar tributos a la iglesia, Felipe el Hermoso manda arrestar al Papa Bonifasio, los Papas se refugian en Avignon, y luego de la revuelta del poder laico sobre el religioso, la Iglesia comienza a administrar los bienes no terrenales pero a cambio de los terrenales; los príncipes, Duques y demás, purgan sus culpas en la tierra y se aseguran el cielo, construyendo templos, dando a la iglesia riquezas, ejércitos, etc.

El Renacimiento llevo con él, para los artistas con talento, una actitud de mecenazgo por parte de la Iglesia y de los nobles, por cuanto la construcción masiva de templos y palacios, implicó una importante fuente de producción de arte; aquella por la que hoy conocemos esta época. En este prealable social, podía estar apoyada la fantasía ambiciosa del pintor Haizmann, de encontrar un padre nutricio, que asegurara su vida, pero como se sabe, su talento era escaso, además, lo atormentaba una inhibición y era un «eterno lactante» poco dotado para mantenerse a sí mismo, un pobre diablo, ironiza Freud.

Pero, en este panorama surge la Reforma, Lutero quiere que la lectura de la Biblia no sea un monopolio de la Iglesia, quiere que no sólo esté escrita en Latín sino en la lengua de los feligreses, en una versión vulgata, en Francés, en Alemán, en Inglés. Pretende además que la relación a la palabra de Dios no esté mediada por la iglesia; la fe es interior, cada uno puede leer la Biblia y llevar su fe; comienzan las campañas de alfabetización y evangelización, la imprenta, recién inventada, presta un inmenso servicio a este movimiento, pues ya no son necesarios los copistas; la Contrareforma no se hace esperar, aparecen los jesuitas cultos que se enfrentan a los luteristas y pronto las cruzadas comienzan a cazar y a llevar a la hoguera a los impíos, los paganos, los endemoniados, los ateos, es decir, a todo el que no pensara como el Papa.

Copérnico presenta sus investigaciones al Papa, para obtener en primer lugar su aprobación. Sus ideas no comienzan a tener incidencia sino a finales del Siglo XVI.

Acomodarse a su idea de que la tierra gira alrededor del Sol inmóvil, nuevo centro del Universo, implicó algunos siglos más, requirió un cambio de mentalidad, muy lentamente realizable; en 1632 piensa que su teoría es el punto de partida de una nueva era, pero incluía en su explicación que el sol era el centro del amor que se precipitaría sobre la tierra para consumirla, pues la tierra era el centro del odio; no pedía entonces a la ciencia de su época, mezclada de Alquimia y de oscurantismo, ser nuestra ciencia, sino confirmar sus puntos de vista sobre el destino de los hombres, sus predicciones relativas al fin del mundo, el conjunto de sus sueños apocalípticos y milenarios.

Al final del siglo XVI y hasta bien entrado el XVII, el hombre quiere creer, es imposible ser ateo en ese siglo. La palabra ateo o ateísta no era más que el insulto mutuo de protestantes y católicos en su división de iglesias. Ateo es la religión del otro, pero ninguno podía asumirla en el sentido moderno, sencillamente, porque ese sentido no existía. Ateo era un insulto que causaba en el oyente un escalofrío, una palabra de grueso calibre; era, en rigor, todo aquel que no fuera papista. Por eso, cuando alguien que aún bajo el enorme peso de las referencias bíblicas y escolásticas, con su fe intacta, se permitía la blasfemia de pensar, era asociado a un ministro del demonio, un supersticioso o un idólatra y sufría las consecuencias de la inquisición. Sin embargo, es patente la religiosidad de la mayoría de los creadores del mundo moderno: de Descartes a Rabelais; a finales del siglo XVI hay una fe profunda (Febvre, 1988: 428).

En el siglo siguiente, en cambio, algo comenzaba a resquebrajarse en el gran Otro, llámese Iglesia o Dios-Padre; se sabe que la Reforma también tuvo sus resonancias muy específicas en Alemania. Haizmann habita en ese contexto histórico y además se halla en la tragedia de la muerte del padre, sumido en la nostalgia por este protector fallecido; resulta explicable que el pintor pudiera acudir a un sustituto mitológico del padre simbólico, en las figuras que la época entregaba en sus manos: el Demonio.

IV

En el siglo XVII se cristalizaron las tensiones internas en la sociedad religiosa, aparece la antinomia entre «verdades» de los distintos grupos en disputa: protestantes y católicos, reformistas, contra-reformistas, jansetistas y jesuitas; todo esto lleva consigo un sentimiento nuevo: un cierto escepticismo que prepara y esboza un tipo no religioso de certidumbre, a saber, la participación en la sociedad civil (Certau, 1975: 133).

Los valores investidos en la Iglesia se encuentran despedazados en Iglesias coexistentes y mutuamente contestatarias. La Iglesia católica privilegia la estructura sobre el mensaje.

Aparece una multiplicidad de representaciones iconográficas y elucidaciones doctrinales consagradas a la victoria de la Fe sobre la Herejía, lo que probablemente anuncia, lo contrario de lo que se busca afanosamente probar. Tal vez, se debe a esta coyuntura, que los padres de Mariazell hayan conservado el manuscrito y los cuadros del pintor Haizmann, pues representaban el Trophaeum Mariano-Cellense, el triunfo Mariano sobre una posesión demoniaca, una vez más, el triunfo de la fe sobre la herejía.

De todos modos, comienza en esta época una especie de «descristianización», una herejía global que sustituye un criterio religioso por un criterio social. Así, a mitad del siglo XVII las reglas del discernimiento que servían a denominar como herejes a los movimientos que se desprendían de la única sociedad religiosa o que la amenazaban, comienzan a servir para restaurar las fronteras entre los grupos opuestos, y para unificarse frente a una amenaza de afuera: la alteridad pagana, atea, natural.

El paganismo, en este caso, estaba representado por la naciente brujería y por el escepticismo, la primera popular, el segundo intelectual, pero ambos índices convergentes de la puesta en cuestión de las instituciones. Síntomas sociales que señalan una falla en el gran Otro. Haizmann es un poco los dos, es artista, sabe escribir, lo cual es aún en el siglo XVII un privilegio, pero su concepción de Dios o del Diablo son populares.

En esta perspectiva, comienza a desaparecer la frontera entre el laico y el padre teólogo, y se instaura la figura del iletrado esclarecido. Se construye una corriente «espiritual» que debuta con la aparición de la sabiduría de los santos -opuesta a la escolástica- y termina con la apología del «idiota» en el siglo de las luces (Certau, 1975: 136). Los santos mismos son enrolados en una campaña anti-intelectual. En consecuencia, los simples como Christoph Haizmann podían también tener revelaciones.

Por su parte, los misioneros se ocupan de la conquista de tierras salvajes, el descubrimiento de América promete nuevas tierras a la iglesia y nuevas almas a Dios; y surge también toda una tendencia de misioneros que se oponen a la politización de la Iglesia en su interior, y a las instituciones y siguiendo el ejemplo de muchos santos se retiran a los desiertos como ermitas católicos, refugiándose en la fe y la humildad y huyendo de las autoridades eclesiásticas y sus querellas; de allí que Haizmann haya tenido también la tentación de convertirse en anacoreta, lo cual era una opción en su época.

Otros cambios se producen en el siglo XVII en la vida religiosa: la ciencia religiosa reorganiza su saber. El criterio del conocimiento en lugar de ser la interpretación racional y espiritual de la tradición, comienza a buscar los hechos psicológicos constatables en la espiritualidad, hechos históricos «positivos». La distinción de los fenómenos extraordinarios de un lado y las realidades positivas del otro, se convierte en el fundamento
de la ciencia religiosa en el siglo XVII. La experiencia constituye estas ciencias y les da el derecho de verificar los datos recibidos. Por eso, en el manuscrito de Haizmann se encuentran incongruencias de los monjes de Mariazell, donde unos no dudan de sus visiones, incluso aparece que los sacerdotes que asistieron al exorcismo estuvieron presentes cuando se produjo la aparición del Diablo en la capilla, pero no se asegura que vieron el dragón demoniaco entregando al pintor la cédula escrita con sangre del primer pacto. Freud anota que el testimonio del abad Franciscus avienta esa desconfianza, dice Freud que al contrario: «declara , honrada y sobriamente, que el pintor se soltó de pronto de los religiosos que lo sostenían, se precipitó al rincón de la capilla donde veía la aparición y luego regresó con la cédula en la mano»(Freud, 1923: 79), y Haizmann mismo tiene que inventarse un argumento más para justificar su recaída, a saber, que había habido un segundo pacto con el Diablo escrito con tinta, insiste en algún lugar, que todos no le creían.

En la época los tratados espirituales se organizan según los «estados de vida», es decir, de acuerdo con un modelo social y por clasificaciones profesionales y no por determinaciones propias de la Iglesia que antes las organizaba como tratados laicos regulares, seculares, misiones, parroquias, clericales. Y aparece una localización socio-cultural de las ideologías religiosas, los jansetistas, los devotos, los espirituales, los círculos de libertinos o eruditos se especializan secretamente, tanto en sus doctrinas como en sus oficios en los distintos grupos. La especialización social y profesional de las congregaciones religiosas se definen cada vez más sobre la escala de una jerarquía social y una organización más rígida de los oficios (Certau, 1975:143). Esto es lo que posiblemente a cuenta de la razón social por la que el pintor Haizmann teme por su supervivencia, y que finalmente encuentre en la vida eclesiástica una opción de ser metafóricamente «alimentado por los Ángeles», es decir, mantenido por un Otro.

V

Desde otra perspectiva, la experiencia religiosa se caracterizaba entonces por la estructuración global concebida a partir de categorías generales del lenguaje: En primer lugar, la invisibilidad del sentido y de Dios mismo, se trata de un Dios escondido.

Hay, por tanto, una disociación entre el decorado y lo que hay detrás; al respecto, dice Certau (1975; 144n): «Los estudios del barroco, espectáculo de anamorfosis que no cesan de esconder lo que muestran, aclaran singularmente la literatura consagrada a la experiencia mística. Para comprender la ‘espiritualidad’ de la primera mitad del siglo XVII, hay que compararla a un arte (a una expresión) donde el cosquilleo de las apariencias nombra su inaccesibilidad del ‘real’».

Se comprende el arte del pintor Haizmann en ese contexto, él nombra una experiencia neurótica, bajo una envoltura mística, para dar cuenta de un real, el goce implicado en la actitud ambivalente hacia su padre muerto y alegóricamente transmudado en Diablo, en burgués respetable, pero también en la Bestia con tetas que recuerda al padre Tiresias metamorfoseado en Sátiro, o en dragón alado.

Esa invisibilidad de Dios gobierna el estilo y la retórica en las artes: la literatura, la pintura, bajo la forma de la alegoría y el empleo frecuente de la mitología o de las representaciones religiosas para sugerir una moraleja escondida, en ello se ve también el valor posible para que los monjes de Mariazell conservaran el manuscrito y los cuadros de Haizmann.

Lo sagrado se convierte, entonces, en la alegoría de una nueva cultura, allí donde el cuerpo aporta a la experiencia espiritual un nuevo lenguaje, pues: «La vida del cuerpo deviene, en efecto, la alegoría (el teatro) de la vida espiritual. Es la corriente que se califica de «psicológica». Un lenguaje
escrito en términos de enfermedades, de levitaciones, de visiones, de olores, etc., es decir en términos corporales, reemplaza el vocabulario «espiritual» forjado por la tradición medieval. No es esto una decadencia, sino otra situación de la experiencia cristiana» (Certau, 1975); por eso, no es extraño encontrar en el manuscrito que en vez de revelaciones se hable visiones, es algo que comenzaba a cambiar y que permitirá la transición del discurso místico al discurso científico, pues con el término visión se nombra algo que luego será definido como alucinación.

En segundo lugar, hay un desplazamiento de una estructura bipolar que siempre gobernó la sociedad religiosa: Dios y el Diablo, o la Iglesia y lo que no es la Iglesia, como el infiel, el Ateo, el Herético, o el mundo; pero ahora, el puesto de los ateos, será colmado por los alumbrados o espirituales, los protestantes, o los católicos jansetistas o jesuitas, o por los teístas; la frontera retrocede y en ese desplazamiento cede la estructura bipolar y tiene que renunciar a su rigidez para ver en toda esta diversidad, manifestaciones diferentes de la fe, nuevas modalidades del cristianismo. En ese contexto se comprende que se le prestara oídos a un Christoph Haizmann, en vez de quemársele se acude a curarlo, con la plegaria y la palabra para ahuyentar al Demonio y curar al enfermo.

Esa transformación de la bipolaridad explica porqué la figura del Diablo, como se verá luego, fue perdiendo brillo cada vez más, a través de los siglos siguientes, hasta el abandono.

VI

En cuanto a la estructura de las prácticas religiosas, se puede observar la concepción que se tenía de ellas en el siglo XVII a través del «Ateísmo», la brujería y la mística. El ateo del siglo XVII en realidad es el «libertino”.

Pero el libertino erudito hace parte de una corriente que se desarrolla en Europa en el segundo tercio del siglo XVII, en ella se promulga una moral sin religión, es uno de los síntomas contemporáneos del siglo XVII, por ello no es extraño que Christoph Haizmann haya devenido de tiempo en tiempo un monje borracho.

Esa corriente libertina está unida a la explotación de la brujería en los medios populares o a las posesiones diabólicas en las ciudades y a las «invasiones místicas» (Certau, 1975: 160).

Una posesión demoniaca en nuestros días provocaría de inmediato, la visita al psiquiatra o al psicoanalista en lugar de acudir al exorcista, sobre el tratamiento de los «lunáticos» la Biblia no arroja un tratamiento distinto al del endemoniado: la palabra, y hoy bajo la investidura del discurso científico, el poder de ésta continúa incólume.

El ateísmo, la brujería y la mística fueron fenómenos simultáneos en el siglo XVII, y dan cuenta de la inaptitud de las iglesias para ser referentes que integraran la vida social; ellas no aportan al pensamiento o a la práctica el enunciado de leyes generales. Al contrario, los elementos doctrinales se desarticulan; en los libertinos, por ejemplo, las conductas del saber ya no son solidarias de la razón unitaria cuya fe era el principio; en la brujería, los símbolos colectivos de pertenencia religiosa se desprenden de las iglesias para formar un léxico de una anti-sociedad; en los «espirituales» la experiencia personal atraviesa los itinerarios de biografías o psicologías extranjeras al lenguaje institucional y teológico. Hay una pérdida del objeto absoluto, que se inscribe entre ateos, brujos y místicos y eso hace que la falla paterna en lo personal del pintor Haizmann, luego hermano Crisóstomo, sea contemporánea a una fractura en la idea del Dios Padre, para los hombres de toda una época, pasaran del universo cerrado y poblado de Demonios al universo infinito donde Dios-Padre ha muerto.

Bibliografía

Certau, Michel de, L’écriture de l’ histoire, «L’invension du pensable, l’histoire religieuse du XVIIe siècle», Gallimard, París, 1975.

Colectivo, Les premieres psychanalystes, Minutes de la Societé psychanalytique de Vienne, 1908-1910, Gallimard, París, 1978.

Febvre, Lucien, Le problème de l’ incroyance au XVIe siècle, Albin Michel, París, 1988.

Freud, Sigmund, Una neurosis demoniaca en el siglo XVII, 1923, Obras Completas, Amorrortu, vol. XIX, Buenos Aires, 1979, pp.67-106

Heródoto, Los nueve libros de Historia, «Libro segundo», caps. XLII y XLVI, Porrúa, México, 1986

Publicado en: Affectio Societatis Nº 1/ junio/ 1998.

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