por Philippe Lacadée
Encontramos a Fernando, una especie de guardián. Él expresó gritando, en el momento en que pasábamos: “Normal”. Pero debo confesar que nada de lo que ocurría ahí me parecía normal, al contrario, y mi paranoia no se calmó. Me presentaron a Fernando como un francés. Él nos comentó que no comprendía por qué los discriminaban: “Yo no muerdo”, dijo, expresando que no era un perro sino un ser humano. Él no entendía por qué el Estado no hacía nada por ellos, dejándolos abandonadosa su suerte, obligados a drogarse para sobrevivir. Según nos comentó, “Normal” quería decir que la puerta estaba abierta. Qué tranquilizador, lo normal era que la puerta del infierno estaba abierta para nosotros también. Me ofrecieron hablar con un adolescente, el cualse mostraba algo tímido al principio, o más bien pensativo. El se tomaba su tiempo para responderme, como si las palabras eran algo muy serio. Conversando con él le comenté que la vida no era fácil. Él me respondió que a él le iba bien, y que de todas formas uno escoge su vida. Estas palabras resuenan en mi cuerpo y humanizan esta entrada tan traumática. En ese momento, en lo más cercano de esta puerta, de esta boca abierta del monstruo de la favela, vi convertirse a nuestros Ángeles. Fue la expresión que me vino, no del cielo sino de mi pensamiento embrollado, “son Ángeles!”. Continué mirando a mis extraños ángeles hablando. Ellos habían bajado, no del cielo sino dela camioneta conmigo, para entrar en este infierno al encuentro de estas almas errantes de cuerpos fatigados, de cuerpos delgados, tensos, sucios, de gestos lentos, con bocas desdentadas y huellas de violencia bastante marcadas en sus rostros o en su cuerpo. Zombis que portaban una mirada intensa, sorprendente. Miradas que se animaban cuando los ángeles les hablaban. Pensé entonces que estaba viendo, en vivo y en directo, lo que Lacan aconsejaba a sus alumnos, no retroceder frente a la psicosis.
Aquí lo que aplicaban nuestros ángeles era un no retroceder frente a lo que se les presentaba contra el muro. Apoyarse en ese muro, en el cual esos cuerpos perdidos se sostienen, para hablarles, de pie, junto a ese otro que de pronto comienza a conversar. Me impactó percibir una cierta alegría por el encuentro inventado. Era como si ellas le hubieran dado un impulso a su lengua, para que esta lograra por fin surgir, viva, de esos cuerpos agotados y drogados, al límite de la muerte. No hay preservativo para la lengua, es esto lo que me enseñaron mis ángeles decididos.
Y yo con mi cuaderno en la mano, esperando siempre ir al lugar de la consulta. Había notado que contra el muro había tres personas que se distinguían por su elegancia, por el tipo de ropa que usaban. Hablaban entre ellas. Eran tres travestis. Nuestros ángeles les ofrecieron preservativos y hablarles, me los presentaron. Una de ellas, Isabel, se preguntaba: “Pero ¿por qué ustedes vienen a nosotros, por qué se interesan en nosotros? esto es un misterio ¿es por amor?” De pronto comprendí mejor la función de nuestros ángeles: más allá del preservativo ellas les ofrecían a través de él algo esencial, su presencia. Es esto lo que Isabel llamaba amor, es decir dar al otro lo que no se tiene. Ella había entendido que lo más importante no era este objeto preservativo sino la presencia, en lo más cercano a ellos, en el muro de la lengua. Mis ángeles estaban sin preservativo de su ser, siendo su ser lo que ellas ofrecían, seres de palabra. Derribar el muro de la segregación, ese del cual Fernando hablaba en la entrada. Estando ahí, ellas les daban lo que no tenían, ese algo indecible encarnado en su presencia, el deseo del Otro, deseo de ofrecerte cuerpo perdido contra ese muro, ese objeto que se llama la palabra. Ellas les ofrecían una palabra posible en el lugar donde ellos se sentían más rechazados,contra el muro de la lengua. Se entiende aquí el famoso “¿Qué me quieres?”, el Che voi del cual habla Lacan y que le permite al sujeto preguntarse: “¿Pero que soy yo para ti?”, o sea: “¿Qué soy yo entonces?” Una apertura hacia una subjetivación del misterio de su existencia es posible incluso para ellos.
Ese misterio que ellas encarnan para Isabel, es el misterio del deseo del Otro que por un instante les separa de su condición de puro objeto de goce, de ser un cuerpo reducido a exigir su complemento de ser, o sea la droga. De hecho es más bien la droga la que los consume, reducidos a ser esos objetos que ofrecen el goce de su cuerpo perdido a ese Dios Obscuro de goce que es la droga. Ellos, que no tienen la dignidad de un cuerpo amable, es decir amado, tienen por solo Otro la droga, que bajo la imagen de la muerte, deviene su partenaire. Su Otro se nombra en ese lugar de infierno: la Droga. Es la droga, como rostro de la muerte, lo que se intercambia en esa entrada como una boca devoradora, lista para consumirlos a todos. Es por ello que encontrar a los ángeles que conversan en la calle es importante, para hacerle barrera a este devorar de los cuerpos por el Dios droga. Y yo andaba todo el tiempo con mi cuaderno, preguntándome “¿cuándo llegaremos al Lugar, a esa habitación donde nos sentaremos tranquilos a hablar de los casos de la supervisión?” Me dijeron que nos íbamos, ya que la consulta de calle acababa de realizarse, ahí frente a mis ojos. Entonces, preguntándoles si ellas no disponían de una habitación en una casa de la favela, comprendí, con mi cuaderno y mi bolígrafo Montblanc, que yo era un idiota! Antes de irnos un joven vino a nuestra camioneta e hizo una improvisación en vivo, una especie de conjuro de goce en el cual él dirige a Dios, en su lengua, una singular plegaria.