Mario Elkin Ramírez

 

Bajo el título de “Los niños del holocausto”[2] Bruno Bettelheim comenta un ensayo de Claudine Vegh[3], quien recoge diecisiete testimonios de hombres y mujeres, sobrevivientes, gracias a que siendo niños sufrieron la abrupta separación del lado de sus padres, los cuales perecieron en los campos de concentración.

 

Del silencio de los inocentes

 “Es terrible el silencio de los niños que se ven obligados a soportar lo insoportable,”[4] dice Bettelheim y pone el énfasis en la imposibilidad de estos sobrevivientes de poner palabras a su experiencia traumática: “es una muda agonía […] una angustia que nunca les abandona, una pena tan cruel que desafía toda expresión”.[5] Lo que llama la atención, es que esa herida se hace para ellos tan inmensa, que no permite llevar una vida normal, porque sigue siendo vivida, en un eterno presente, de manera tan real como el día en que fue infligida.

En los momentos solemnes de la vida familiar, donde deberían sentir júbilo, orgullo y felicidad —como el Bar Mitzvá de sus hijos—, acude en ellos la angustia y el llanto. En esos momentos especiales, su pena se agudiza, se reactiva el trauma irreparable de la mutilación emocional sufrida en la infancia.

Bettelheim reflexiona sobre el olvido imposible en estos términos:

¿Por qué, incluso después de veinte o treinta años, les resulta tan difícil hablar de lo que les ocurrió en la niñez? Y ¿Por qué es tan importante hablar de ello, para ellos y para nosotros? Creo que estas preguntas están en íntima relación: porque aquello de lo que uno no puede o no desea hablar es justo aquello que uno no puede olvidar, no puede conciliar.[6]

Luego de la liberación cuando su madre regresó sola, Claudine Vegh dice que su reacción instantánea y sin derramar una lágrima fue la de decirle: “Lo sé. Al menos me queda uno de vosotros. No hablaremos nunca de ello” y Bettelheim anota que durante veinte años fue incapaz de hablar del asunto: “ni siquiera de pronunciar la palabra padre.”[7]

Bettelheim no da una respuesta psicoanalítica a esas preguntas y permanece en la incertidumbre de no saber si se trata de una represión total de los sentimientos con un retorno obsesivo del recuerdo de lo ocurrido o si se trata de una reticencia a hablar. Pero arriesga una hipótesis del por qué en estos sobrevivientes no se hizo un duelo y sus heridas sin sanar permanecieron abiertas: “creo que la razón más poderosa de su silencio es que inconscientemente nunca perdieron la esperanza de que en realidad su padre ausente no estuviera perdido y regresase por algún milagro”.[8]

Otra interpretación es la de la represión de los sentimientos del duelo al servicio de la supervivencia; esta interpretación la encuentra Bettelheim verificada en su propia experiencia en el campo de concentración de Dachau y Buchenwald:

De haber cedido a esa tristeza que es parte del duelo, el riesgo de no poder reunir la fuerza necesaria para luchar por la supervivencia, de perder la resolución necesaria, habría sido mucho mayor. En semejante situación el duelo se convierte en un obstáculo para la supervivencia.[9]

Esto explicaría también, a posteriori, cómo los niños del holocausto, ya adultos, habían logrado tener una profesión, fundar una familia, pero eran incapaces de llevar una vida normal porque lo conseguido era un equilibrio frágil que, la reviviscencia de ese recuerdo y de sus afectos aterradores, amenazaba; De allí la tentativa fallida de rechazar esa experiencia como algo externo a ellos mismos, cuando en realidad fue la mas dura prueba de sus vidas, imposible de expulsar de su intimidad.

Bettelheim se inclina a pensar que, el muro de silencio que erigieron estos niños una vez separados de sus padres, no es una reluctancia sino una incapacidad.

 

La caja de hierro de Helen

De los primeros escritos de Freud se deduce que el núcleo patógeno —fundado por el trauma— está en el origen del inconsciente, a partir de su represión originaria. Hay algo fundacional en este trauma en los niños del holocausto, el cual es ilustrado por una imagen sacada por Bettelheim del libro de Helen Epstein,[10] quien dice:

Durante años mi pena descansaba en una caja de hierro, enterrada tan dentro de mí que nunca estuve segura de lo que era. Sabía que contenía cosas más secretas que el sexo y más peligrosas que cualquier sombra o fantasma. Los fantasmas tienen forma y nombre. El contenido de mi caja no lo tenía. Fuera lo que fuese aquello que vivía en mi interior, era tan potente que las palabras se desintegraban antes de que pudieran describirlo.[11]

Es una buena ilustración de la índole inaccesible de este trauma. Es algo posible de poner en la serie del ombligo del sueño,[12] es decir de ese punto que Freud señalaba como aquel por el que el sujeto se halla ligado a lo desconocido. El lugar sin límite de las ideas latentes del sueño, donde éstas se pierden en el tejido reticular del mundo intelectual.

Es un punto no aprehensible del surgimiento de la relación del sujeto con lo simbólico, dirá Lacan,[13] en un real último, en el corazón del ser del sujeto aprehendido más allá de toda mediación imaginaria o simbólica. Por ello, es tan esencial la caja de hierro para Helen porque contiene el trauma innombrable del holocausto y donde tiene origen sus penalidades.

Lacan dice que el rito funerario es la mediación que se introduce allí donde el duelo abre una hiancia esencial: “la hiancia simbólica, la falta simbólica, el punto x, en suma, del cual se puede decir que, en alguna parte, cuando Freud hace alusión al ombligo del sueño, es, tal vez, justamente, el correspondiente psicológico que él evoca, de esa falta.”[14] Esto validaría la interpretación de Bettelheim de la falta de elaboración del duelo como causa de la herida abierta, es algo similar a lo que le sucede a los parientes de las víctimas de la desaparición forzada, que sin un cadáver se les vuelve imposible su trabajo del duelo y su olvido, por tanto guardan la esperanza de la reaparición vivos o muertos de sus seres queridos. Es el núcleo patógeno, el ombligo del sueño, el trauma, lo real, la caja de hierro de Helen, que evoca la hiancia simbólica, por ello, las palabras desfallecían antes de nombrarla.

Otro sesgo interpretativo de lo innombrable de esta experiencia lo encontramos en lo que Jacques Alain Miller[15] llamó la forclusión generalizada. Por más que hayan tratado de rechazar de sí, de tratar como algo exterior la vivencia del holocausto, para sostener una lábil suplencia en el modus vivendi que cada quien luego construyó, hay una reaparición en lo real, sobre todo en los rituales de paso de sus hijos o en los propios.

Sabemos que hay contingencias de la vida que llaman el Nombre del Padre del sujeto —que en rigor no es más que una suplencia como cualquiera otra, y cuya única singularidad es que tiene como corolario la significación fálica. Depende de la estructura del sujeto que a ese llamado acuda el Un-padre que desencadena la psicosis, o que acuda una suplencia o el Nombre del Padre del neurótico. Es lo que se desprende de la segunda parte de la enseñanza de Lacan, cuando hay una pluralización de los Nombres del Padre y una propuesta borronea en la clínica tanto de las neurosis como de las psicosis.

Lacan fundamenta la comunicación en el objeto indecible, es decir, aquel que no está representado en el significante, y define la forclusión como un rechazo en lo real. Miller ha elucidado la estructura de la comunicación como la relación del sujeto con el Otro en lo simbólico y la forclusión como relación de lo simbólico con lo real es lo que puede venir en lugar de la estructura de la comunicación.

Cuando el Nombre del Padre está establecido, el efecto de la significación fálica es domesticar la intrusión de goce […] La consecuencia de esto sobre el modo generalizado de la forclusión, lo que implica la función Φx cuando no se trata sólo de la psicosis, es que exista para el sujeto un sin nombre, un indecible.[16]

Para los niños del holocausto la experiencia traumática de la separación de los padres exterminados en los campos de concentración, se aloja en el indecible de cada uno como algo forcluido —en el sentido de su generalización—. Miller dice que el rechazo del goce se produce en todos los casos, de donde resulta que la cuestión será la de “saber mediante qué función ese sin nombre resulta domesticado,” siendo, precisamente, la función del padre el síntoma que lleva esa contención, lo que en el caso de Claudine Vegh tiene como complicación suplementaria su prohibición de pronunciar hasta la palabra padre. Pero en efecto, fue a partir de su dificultad, que pudo lograr que las personas que dieron sus testimonios para su libro se embarcaran en una empresa terapéutica donde pudieran, con sus recursos simbólicos e imaginarios bordear y aprender a saber hacer con su real indecible y hacer, entonces, de ese duelo algo posible de olvidar ese trauma en la subjetividad de estas víctimas y poder ser.

Cuando Bettelheim se pregunta, por qué sentimos que debemos seguir hablando del holocausto, es porque allí hay una verdad hermana del goce y por amor a la verdad hay que enunciarla para no repetirla. Sin embargo, Lacan enuncia que el amor a la verdad es algo que se origina en la falta de ser de la verdad misma, que también podríamos llamarla falta de olvido.

Esa falta de olvido, es lo mismo que esa falta de ser, porque ser no es otra cosa que olvidar. Este amor a la verdad, es este amor a esta debilidad, esta debilidad de la que supimos levantar el velo. Es eso que la verdad esconde y que se llama la castración […] la impotencia, y es sobre esto que se edifica todo lo que hay de la verdad. [17]

Los niños del holocausto, al igual que las víctimas de nuestras guerras, requieren de un olvido que sea producto de una elaboración y no de una represión o de una forclusión generalizada, para poder ser. Mientras que el amor a la verdad ha provenido de la indefensión, de la impotencia radical a la que las modernas guerras han sometido a sus víctimas, atacando ya no sólo su cuerpo o sus vienes sino además el corazón de su ser.


[1] Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, de la Nueva Escuela Lacaniana sede de Medellín, profesor en el Departamento de psicoanálisis en la Universidad de Antioquia.

[2] Bruno Bettelheim, “Niños del holocausto” en El peso de una vida, Barcelona, Crítica, 1991.

[3] Claudine Vegh, Je ne lui ai pas dit au revoir, citado por Bettelheim, Ibíd.

[4] Op cit., p. 187.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd., p. 189.

[7] Ibíd., p. 191.

[8] Ibíd., p. 193.

[9] Ibíd., p. 198.

[10] Helen Epstein, Children of the Holocaust, New Cork, G. P. Putnam, 1979.

[11] Citado por Bettelheim, Op. Cit., p. 190.

[12] Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños”, en Obras Completas, vol. V, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p.519.

[13] Jacques Lacan, El seminario, libro 2, “El yo en la teoría de Freud y en la técnica analítica”, Buenos Aires, Paidos, 1983, pps. 163, 265.

[14] Jacques Lacan, El seminario, libro 6, “El deseo y su interpretación”, inédito.

[15] Jacques Alain Miller, Los signos del goce, Buenos Aires, Paidos, 1998, pps. 380-381.

[16] Ibíd., p.381.

[17] Jacques Lacan, El seminario, libro 18, “El reverso del psicoanálisis”, Buenos Aires, Paidos, 1992, p. 55.

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