Héctor Gallo y Mario Elkin Ramírez
– Acostumbrarse a la guerra dejó de ser una respuesta
– El amor a las armas fue una identificación letal para los niños
– Quien da seguridad, impone obediencia
– El ciclo de repetición de la violencia aún no se detiene
– Orión define el día que más miedo hemos sentido
De las percepciones sobre la guerra en la Comuna 13, hay dos que resumen la concepción que tiene la comunidad acerca de lo que pasó con la entrada de los grupos ilegales a la zona. Una joven dice que la guerra se produce en el momento en que “un grupo armado entra en el territorio de otro sin ser llamado”. Otras jóvenes, que hicieron parte de un grupo de discusión, acordaron que la guerra es un exceso que se desata “cuando se instalan en un territorio dos fuerzas que no se toleran”.
Jóvenes, madres, adultos líderes y no líderes de ambos sexos, relacionan el comienzo de la guerra con un momento de intensificación del conflicto, el cual queda matizado colectivamente por la inauguración y prolongación de algo que está de más. Un plus de violencia con respecto a lo que comúnmente se vive, a lo que se ha vuelto costumbre, un demasiado, un más de injusticia, arbitrariedad, sufrimiento, miedo, riesgo y devastación, define, en palabras de la gente, la “verdadera guerra”.
La puesta en cuestión del dominio de un territorio codiciado, que se supone propio y que por nada del mundo se está dispuesto a compartir, suele desatar la guerra. En el caso de la Comuna 13, se trata del territorio del que se adueña un agente que puede pasar o no por la legalidad para ocuparlo. Bandas, milicias, paramilitares y fuerza pública, no han sido notorios en la historia de la Comuna 13 porque ayuden a construir sociedad civil, sino por el hecho de producir sobresalto, expectación ansiosa, escenarios de dolor y falta de humanidad. Acostumbrarse a estos escenarios, es una respuesta social con valor de protección subjetiva, pero frente al peligro latente o manifiesto de perder lo más precioso, la costumbre como protección suele fallar: “vivíamos acostumbrados hasta que llegó la muerte de mi hermano”, dice una joven habitante de la Comuna.
Hay al menos cuatro circunstancias que hacen fallar la costumbre como respuesta social con valor de defensa subjetiva frente a la guerra:
1. Cuando el más íntimo pierde la vida sin que podamos hacer nada para evitarlo.
2. Cuando el sentimiento de desamparo, de impotencia y la angustia de perder la vida, desbordan todas las defensas y somos presa del terror.
3. Si la arbitrariedad de los agentes de la guerra se vuelve tan excesiva, que el pánico se apodera de la colectividad y ya no queda ninguna imagen aseguradora a la cual pueda aferrarse como conjunto.
4. En aquellos casos en los cuales ningún lugar es refugio seguro para la población civil, pues un sentimiento de fragmentación total se apodera del ser.
Guerra y destrucción del vínculo social
Al analizar lo sucedido en la Comuna 13, al menos tres aspectos no deberían perderse de vista: la profunda afección del vínculo social, los trastornos psíquicos que actualiza la guerra en los miembros de la comunidad afectada y la diversidad de sentidos que se producen de acuerdo con las percepciones acerca de lo acontecido.
La afección del vínculo se vuelve notable en aspectos como la desconfianza generalizada en el otro —vecino, conocido, transeúnte—; en la suspensión de los sentidos —no ver, no oír, no hablar, no protestar, no denunciar, ni preguntar, para así vivir más—; en la limitación del movimiento —son cerradas las fronteras barriales, la calle se vuelve campo de batalla y la vivienda una trinchera—; en la estigmatización del habitante —se le mira con desconfianza porque puede ser guerrillero, paramilitar o delincuente—; en la segregación como enemigo de todo aquel que piense diferente o tenga costumbres no aceptadas; y en el desplazamiento forzado, la amenaza, el chantaje y el asesinato, que producen miedo, rompen tejidos comunitarios y disgregan familias enteras.
“Lo que no sirve estorba”
Un elemento que la estadística oculta, es el valor subjetivo y social de expresiones que suelen ponerse de moda allí donde impera la guerra. En el caso de la Comuna 13 de Medellín, durante el dominio miliciano, se volvieron usuales expresiones como “lo que no sirve estorba”, “había mucha cochinada de la que se debía limpiar el barrio”, “si lo mataron es porque algo debía”, “el que nada debe nada teme”, “había por ahí mucha cosa que no servía y la limpiaron”.
Dado que las frases anotadas tomaron el valor de máximas morales, sirvieron como principios de los actos de una justicia externa al Estado de derecho, pero legitimada bajo la modalidad del exterminio local. La no regulación por el Estado del conflicto entre banda y milicia fue tan letal, que el orden impuesto se ajustó a esta singular máxima ética: tú debes limpiar el barrio de todo lo que no sirva o estorbe y para ello es válido cualquier método, siempre que sea eficaz. Como la misma máxima imperó cuando entraron los paramilitares a desalojar a las milicias, la “limpieza social” se volvió unmodus operandi para hacer desaparecer a quien fuera señalado como cosa que molesta por su mal ejemplo.
Que la eliminación del semejante previamente segregado, se cifre colectivamente como una forma de ganar descanso, seguridad, tranquilidad y libertad, es algo que destruye cualquier posibilidad de construir sociedad civil y obnubila el juicio para anticiparse a los posibles riesgos que puedan venir como contrapartida. “Ahora se puede dormir con la puerta abierta y nada pasa», “se camina a cualquier hora por el barrio como Pedro por su casa”, “cuando tomas un taxi ninguno te dice yo por allá no subo ni a palos”, “puedes armar la fiesta y nadie te molesta”, son frases que definen lo que la gente entiende por seguridad.
La entrada de los milicianos a la Comuna 13 para exterminar a las bandas, encontró al menos tres tipos de respuesta por parte de la comunidad. Unos legitimaron sus procedimientos bárbaros y la intervención que hacían en la vida pública y privada, otros midieron sus fuerzas y al reconocerse en desventaja prefirieron marcharse antes que dar su acuerdo al régimen que llegaron a imponer; por último, están aquellos líderes que tuvieron la entereza de establecer una clara partición de aguas con los distintos grupos armados que han entrado a la Comuna.
Quienes les dieron implícita o explícitamente su aval al régimen miliciano y a los demás grupos armados ilegales, decidieron tolerar procedimientos crueles con base en tres aspectos:
a) un principio de utilidad directa e inmediata
b) el abandono por parte del Estado en lo que respecta a la responsabilidad social que tiene de regular los conflictos
c) un sentimiento de miedo y cansancio por la inseguridad.
La banda producía miedo porque convirtió a la comunidad en objeto de intimidación. Sus miembros eran percibidos como inhumanos, egoístas, cínicos e inconmovibles con el dolor del otro. Para los niños seguramente despertaba curiosidad saber por qué tanto la banda como la milicia llegaron, cada una en su momento, a ser portadores de un poder tan grande que sus propias figuras de autoridad —padres y maestros— se dirigían a ellos con un respeto temeroso. No cabe duda de que esta combinación de miedo y fascinación, tenía que convertir a los actores armados en una especie de semidioses localizados por encima del bien y del mal. Esto se ve reflejado en la solidez que adquieren para los niños ciertas identificaciones negativas: “querían tener pistolas”, “estar armados como los muchachos,” “jugar a la guerra a toda hora” y relacionarse entre sí a partir de golpes, insultos, pistolas y armas de fuego.
Los niños, el orden normativo y la guerra
Desde el punto de vista de la construcción posible de sociedad civil, el costo más grande de la seguridad que ofrece un grupo armado ilegal, tiene que ver con los niños. La mayoría crecieron “teniéndole amor al arma.” Amor al arma significa apego afectivo a un objeto que sirve para la destrucción, independiente del ideal que le sirva como soporte. Que muchachos elevados al rango de “sicarios buenos” les digan a los niños “tengan esta arma y si alguna cosa nos llaman”, es algo que “le abre el corazón a un pelao, en ese sentido veo mucho trauma”, dice uno de los entrevistados.
En cuanto a la familia, tampoco contribuía en la formación de civilidad en el niño, porque, en muchos casos favorecía que la ley viniera de los milicianos. Cuando había un problema de familia o de vecinos, no se llamaba a la policía sino que decían: “vamos a llamar a los muchachos.” El que no hiciera caso de las indicaciones que se impartieran para regular los desórdenes familiares, “se tenía que ir, lo hacían perder o lo mataban”. El orden normativo era el apropiado para quien ocupara el lugar de amo y no el que necesita un ciudadano inscrito en la ley de la ciudad. El primero impone una norma indiscutible y el segundo quiere una norma que pueda someter a discusión en aquellos aspectos que no se ajustan a un espíritu comunitario o donde prima la arbitrariedad.
Quienes con el tiempo han entendido por qué es inconveniente cualquier tipo de justicia privada, hoy se oponen a su legitimación. “La psicología que vendían ellos era devolverle a la gente la vida que habían perdido: poder compartir con los vecinos, tranquilidad, salir y volver a cualquier hora sin que te pase nada”. «Se fueron haciendo tomar cariño, hasta los invitaban a comer, se volvieron un grupo sólido”.
El paso lógico de la legitimación de la milicia a la reserva por sus excesos, puede ilustrarse con el siguiente testimonio:
“[…] Las Milicias Populares entraron hace un poquito más de trece años. […] empezaron dizque combatiendo por el pueblo, se fueron adentrando y empezaron a aprovechar que se les estabaabriendo las puertas. Ellos dijeron que […] estaban peleando por el pueblo, incluso yo hasta llegué a decir lo mismo: ellos están peleando por nosotros”, pero después empezaron los excesos.
La figura excesiva
En la sucesiva apropiación del territorio por parte de los actores armados en la Comuna 13, hay varios elementos excesivos que se repiten: el marcaje del territorio como una forma de anunciarse y de legitimarse como dueños absolutos del lugar que han venido a ocupar, el borramiento respectivo de los signos que identifican al amo que acaba de ser derrocado, las advertencias y amenazas, más el desplazamiento impuesto de quien se proclama como nuevo amo, las muertes selectivas y las masacres.
Un ejemplo de lo referido se encuentra en el testimonio de algunos jóvenes: “Cuando entran las Milicias Populares son identificadas así: “entraron unos muchachos nuevos, en los muertos había letreros y en las paredes dice MP”. Después de hacer la barrida con toda esa gente, hicieron una reunión con la comunidad y se presentaron: somos las MP, venimos aquí a cuidarlos”.
Cuando aparecen los Comandos Armados del Pueblo (CAP), dice una señora: “las paredes rayadas con MP pasan a ser rayadas con CAP”, y cuando se pasa a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), “empezamos a encontrar los letreros en las paredes, en los pisos que decían que teníamos 32 horas para desalojarnos de ahí […] otros tenían unos avisos que decían Bloque Nutibara, […] entonces nosotras empezamos a sacar las cosas, cuando nos gritaron: no saquen más, váyanse y esa noche que nos fuimos, decían “váyanse que llegamos nosotros”, pero no sabíamos quiénes eran nosotros, porque eso era bala por lado y lado”.
En el tiempo del conflicto son los graffitti y las letras en distintos lugares, los que dan cuenta de la insignia que sirve de soporte al orden. Con una letra en el cuerpo de quien ha sido asesinado o con un aviso —“murió por violador”— o una frase en la pared o en el piso, se marca la nueva realidad y se define simbólicamente el nuevo orden que regirá a la gente. Aquel que se apodera del territorio procede a tachar los signos que identifica al dominante anterior y a desterrar o a matar al que le estorba, porque ha llegado un nuevo orden a imponerse.
Como se deduce de lo anterior, en la violencia que se ha producido en la comuna 13 se presenta un ciclo de repetición que puede resumirse como sigue: se instaura un grupo ilegal que comete excesos con la comunidad, llega otro grupo opositor que lo erradica para darles seguridad a quienes han sido perjudicados, pero como el régimen que imponen es totalitario, se va degradando hasta perder la legitimidad obtenida en principio, y comienza a cometer los mismos excesos del grupo anterior. En la Comuna 13 el ciclo ha sido éste: bandas delincuenciales –exceso-, milicias -seguridad-legitimación-exceso-deslegitimación, grupos paramilitares –seguridad-legitimación-exceso y así sucesivamente. De acuerdo con lo expuesto podemos preguntarnos ¿en qué contribuye la presencia del Estado, bajo la forma de pie de fuerza, para detener este ciclo de repetición? No hay que olvidar que la comuna 13 es el lugar más vigilado de Medellín y, a pesar de ello, en la actualidad se habla de la emergencia de nuevas bandas, formadas por jóvenes que en la época de la Operación Orión apenas eran niños.
La pesadilla de la guerra
Una expresión que suele ser usada por las personas para dar cuenta de un sentimiento muy cercano a la angustia propia del pánico es la pesadilla. Se dice, por ejemplo, que no pocos niños tuvieron pesadillas durante la guerra: “los niños se acostaban y a las dos o tres horas de estar dormiditos empezaban a los gritos: “ya nos van a matar”, “vienen los guerrilleros”, despertaban con unas pesadillas grandes”.
En aquellas pesadillas en las que se sueña con la guerra en tiempos de guerra, despertar no constituye un remedio, porque la realidad material resulta tan violenta como la realidad psíquica del sueño. Salir de un sueño de guerra y despertar a una realidad en guerra, hace perder al despertar el carácter de fuga de la pesadilla. Soñar que nos van a matar y escapar de ahí para despertar en medio de una balacera, no hace gran diferencia. La realidad material se ha vuelto tan peligrosa y dura como la realidad psíquica de la pesadilla. En tiempos de paz, uno despierta de una pesadilla y la tranquilidad de verificar que no era sino un sueño, permite continuar durmiendo. Pero despertar a la guerra ¿qué posibilidad deja de continuar durmiendo un instante más?
Es literalmente una pesadilla vivir en estado nervioso “desde que uno se levanta hasta que se acuesta”. No saber cuándo va a terminar un combate no es una pesadilla si se tiene el sentimiento de estar protegido, pero si uno se encuentra en el lugar equivocado sí lo es. Otra pesadilla es quedarse refugiado toda una noche en un lugar sin poder moverse, sentirse observado todo el tiempo, creer que todo lo que se mueva puede disparar, que si uno le cae mal alguien corre peligro, que otro tiene el poder de leerle a uno el pensamiento, o posee el poder discrecional de disponer de nuestra vida. La pesadilla está menos ligada a la eventualidad de lo que puede suceder, porque en sí misma es muy cercana a la devastación y a la inmovilidad, implica un peligro inminente e inevitable, en donde todo queda a discreción de Otro incontrolable.
Otro nombre de la sin salida subjetiva que produce la guerra, es el sentimiento de terror. El terror surge, por ejemplo, cuando un ser que no es indiferente cae sorpresivamente muerto por una “bala perdida”, pues esto implica que uno mismo o el más cercano, puede ser el próximo. El ataque de pánico y el terror, implican la invasión desbordante de un sentimiento que ya no se puede descargar ni eludir, predomina el sentimiento de que ya no hay lugar en dónde ponerse a salvo, pues como el desbordamiento de angustia es total, ya no hay nada que dé seguridad.
Orión inolvidable, PostOrión y la apuesta por construir sociedad civil
La Operación Orión se inscribió en la comunidad como inolvidable porque dejó una impresión negativa desde el punto de vista de la subjetividad. Orión es memorable por el horror que causó, define el día que más miedo ha sentido la comunidad en la que se llevó a cabo. Este sentimiento contrasta con el sentido de pacificación y retorno a la tranquilidad, que desde la legalidad es común que se le dé a este tipo de operaciones militares. Orión significó peligro inminente de muerte, fragmentación y terror. Ese día hubo bala durante un tiempo inolvidable, porque eso parecía eterno, sin límite. La comunidad quedó presa del sentimiento de estar expuesta a un peligro del que no había como protegerse, porque la casa perdió el valor imaginario de trinchera infalible, la compañía del próximo no era un faro en medio de la oscuridad y cada habitante de la Comuna era visto por la policía y el ejército como sospechoso.
Un elemento asociado por la comunidad con bombas desde el aire, sentimiento de ser fumigado, desintegrado y volado en pedazos, es el helicóptero artillado. Al helicóptero se asociaron exclamaciones de diversa índole y ninguna da cuenta de alegría, todas coinciden en el aspecto del terror, no porque este aparato en sí sea amenazante, sino porque el contexto lo convertía en un símbolo de miedo y pánico colectivo. Ver a ese aparato disparando sin saber hacía dónde ni a quién, volando por encima de una comunidad civil en un momento de guerra, hace temer que el Otro quiere destruirlo todo y conduce a que la gente se pregunte: ¿qué somos nosotros para el Estado que no le importa fumigar?
Después de Orión, no puede decirse que vivir armado haya dejado de ser para los niños y jóvenes un estilo de vida que enorgullece, da reconocimiento y sirve de soporte al ser. Desde el punto de vista psíquico y social, Orión no ha dado los resultados esperados, porque el escenario para la guerra al parecer sigue siendo propicio. Lo demuestran las noticias de la actualidad referidas a la formación de bandas juveniles que inician la repetición de un nuevo ciclo de violencia en la Comuna 13. Habrá que trabajar duro en la invención sistemática de estrategias que faciliten en los niños y en los jóvenes el paso psíquico del vínculo afectivo con el arma a la identificación con líderes formados en la vía de construir sociedad civil.
La integración de la expresión “guerra” en el diario vivir de los niños y de todo lo que tuviera que ver con la violencia como golpes, insultos, pistolas y armas de fuego, mantiene agenciadas las condiciones subjetivas para la repetición del ciclo del conflicto.