Clases de Febrero 07 y 08 de 2013
Profesor Mario Elkin Ramírez
Por: Catalina Betancur Betancur
Una palabra que se expresa a condición de no ser interrumpida, interrogada ni interpretada; la solicitud de una mujer de alma náufraga que pide ser escuchada sin juicio alguno, y su intuición de que la liberación del sufrimiento que le aqueja es al mismo tiempo, y sólo por ello, la liberación del decir de todas sus ataduras. Palabras aprisionadas en un cuerpo femenino que engendra un hijo inexistente de aquel amado que sin saberlo es también amante. Una historia de terapeuta y paciente que, a través de un amor que horroriza y engaña, abre la vía al saber del cual Freud fue un genuino enamorado.
La cuestión del amor en el psicoanálisis es fundamental; ésta se manifiesta en ese escenario en el que dos desconocidos se involucran en la relación más íntima que tal vez pueda existir. El amor del que aquí se trata, al igual que los otros, está colmado de afectos, palabras y cuerpos; no es un amor recíproco porque hay sólo allí un amante que se dirige a un amado que no le corresponde ni que está interesado en hacer de ese amor algo más que un objeto del que se sirve para sostener la escena en la que él mismo es un objeto más.
Para Freud no fue siempre el amor una cuestión de la que quisiera ocuparse, y aunque se dejó conducir por sus bellas histéricas en la construcción de su clínica, consideraba necesario detener el amor que descubrió naciente en todos sus casos y que se intensificaba justo allí donde sus pacientes abrían el alma para hablar de aquello que se empeñaban en silenciar. Pasar de la escucha de las nimiedades e historias cotidianas, a la confesión de lo más profundo y censurado del ser, de las capas más superficiales del psiquismo a su profundidad[1], permitía un vínculo de amor hacia el terapeuta que Freud juzgó como falaz.
Tras descubrir que la cura por la palabra resultaba ser más efectiva que el ejercicio de poder para hipnotizar o sugestionar, Freud asumió como su herramienta clínica privilegiada la solicitud a sus pacientes de hablar de todo cuanto se les ocurriera, sin pensar que ello pudiera ser o no aceptable para el orden social y para su propia moral; dio así lugar a lo despreciable, impúdico y vergonzoso, a esa humanidad escondida tras el trono de Victoria.
Arribar a puertos prohibidos no fue sin estorbos, pues la palabra se topaba con límites cada vez más difíciles de superar si se acercaban a eso innombrable y profundo que Freud reconoció como inconsciente y que se empañaba sin tregua en excavar. Se notaban tales tropiezos cuando esa regla fundamental, la de asociar libremente, se veía detenida y aparecía un silencio que sólo podía salvarse recomenzando el discurso en un punto nuevo del tejido que no tenía ya aparente relación con lo que hasta ahí se había descubierto. Ese silencio podía ser de dos naturalezas: voluntario e inconsciente, siendo el primero un acto deliberado y el segundo un fenómeno del que el paciente no podía dar cuenta, pero en cualquier caso, descubrió Freud que ese vacío discursivo alojaba alguna ocurrencia relativa a la persona del médico. Si era un silencio voluntario, se trataba de una reticencia al tratamiento; en cambio, si se hacía irreconocible e incontrolable, se consideraba una resistencia inconsciente, originada en el lugar donde el discurso entra en conexión con el núcleo más profundo.
Al reconocer que una ocurrencia inconsciente referida al terapeuta podía ser una vía de acceso al inconsciente, Freud no desprestigia más el amor que en la relación terapéutica tiene lugar, y en vez de tratar de eliminarlo a través de su esclarecimiento al paciente, lo toma como motor de la cura, pues descubre que este amor no se dirige propiamente a la persona del analista sino que es una transferencia, una actualización, de afectos dirigidos a personas del pasado.
Es entonces a través de la transferencia, bajo la cual el discurso de sus pacientes se despliega hasta llegar a lo moralmente reprochable, en particular a la sexualidad, Freud se encuentra con su gran descubrimiento, vinculado a lo que llama núcleo patógeno, ese núcleo inconsciente que guarda la causa de todos los síntomas: un trauma sexual ligado a un hecho real o fantaseado, que ocurre en la infancia y que se comprende años más tarde de manera retroactiva, produciendo los síntomas que no tuvieron lugar en la infancia al no ser éste un tiempo que correspondiera al saber sobre lo sexual. Hacer consciente ese núcleo traumático tenía como efecto el cese de los síntomas, siendo este el propósito terapéutico que guió a Freud en este tiempo.
En la transferencia un elemento de ese núcleo traumático se dirige al analista, interrumpiendo la libre asociación y constituyéndose en una resistencia para el tratamiento; para Freud, el analista no tiene mérito alguno para que esto suceda, y en este punto Lacan presenta su desacuerdo al proponer que el analista sí hace algo para que este amor emerja: poner en juego su deseo.
Antes del paso del cachorro de hombre por el lenguaje, la existencia se trata, al igual que el resto de los animales, de la satisfacción de necesidades; la intensión de satisfacción se tropieza con el Otro, la ley simbólica que humaniza y transforma la necesidad en comunicación, produciéndose significados conscientes. Este proceso es propio del ser humano; no hay en el reino animal una especie en el que este acontecimiento tenga lugar, y ello puede verificarse porque el resto de las especies animales funcionan aún bajo un instinto que ya para el hombre no tiene asidero; es así como se produce una perversión del programa instintual que tiene como consecuencia la pérdida de predictibilidad y universalidad: lo orgánico es atravesado por la palabra, y de ahí en adelante pierde su primacía deviniendo súbdito de la significación, a la que sin embargo se escapa un resto que, en consecuencia, escapa también al decir.
La necesidad convertida en demanda gracias a la intervención del lenguaje, es decir, convertida en pulsión, se repite sin cesar a través de la palabra, de la repetición significante; la demanda será siempre dirigida al Otro, de quien se espera una respuesta que traduzca el grito en llanto, y a éste en un llamado: “mamá”. Necesidad, demanda y deseo son los organizadores del circuito ilustrado por Lacan en su grafo, en el que sitúa al deseo entre el Otro que es demandado y la pulsión; el lugar del deseo es de la no coincidencia entre la tendencia de satisfacción pulsional y la respuesta del Otro, quien es impotente para satisfacer la completitud de la demanda, debiendo por ello cargar sobre sí una tacha que lo pone en falta.
Sin embargo, el Otro tachado conserva su fuerza fundamental: ser capaz de poner sobre el sujeto su deseo y engañarlo haciéndole creer que es propio. Es así como el deseo es el deseo del Otro, y en este punto es que Lacan ubica la posición del analista para leer esa historia de amor entre una mujer embarazada de un hijo inexistente y de un amado que ni siquiera sin haberla tocado, fue potente para dejarla encinta. No es esta una nueva historia de espíritus y mujeres santas, mucho menos de encarnaciones divinas; lo que en ella se lee es la fuerza del deseo de un analista que es leído por una paciente histérica cuya intuición se percató de un deseo por él mismo desconocido: ser padre; ella, inconscientemente y como muestra de amor, ofreció su cuerpo para la encarnación del deseo, dándole así una prenda que lo atara definitivamente a ella en cuanto sabedora de su más profundo deseo.
Y Freud, que se creyó librado de semejantes trampas, se vio enredado luego de la manera más sutil: un humo de cigarrillo, una pasión oral compartida, envolviéndolo en los lazos del amor con una joven e ilustrada burguesa… pero esta es ya otra historia, de la que sin duda Freud supo servirse para seguir impulsando el psicoanálisis, que no será nunca posible sin un genuino y nuevo amor.
[1] Desde la concepción tópica de Freud, el aparato psíquico es una serie de capas concéntricas, siendo el inconsciente el núcleo de esta organización. El paso de una capa a otra sucede a nivel de discurso y no sin dificultad, pues entre una y otra está una censura que no permite la libre circulación del material discursivo; a mayor cercanía al núcleo, mayor fuerza de censura ejercida sobre la palabra.