Mario Elkin Ramírez
Al transmitir la enseñanza de Lacan a propósito de las fórmulas de la sexuación, es habitual que se distribuya, con relación al único símbolo que escribe el goce fálico, los sujetos hablantes que así se clasifican: de un lado, bajo la bandera de su posesión imaginaria, colocándose en el conjunto para quienes su sexuación corresponde a la positivación del atributo fálico; y del otro, otros sujetos erigidos como excepción a esa regla y que aparecen como el conjunto de los que “al menos uno” y uno por uno, negativizan el atributo fálico, designando la parte no toda de la feminidad, no toda fálica.
Pero, siempre queda la pregunta por el otro goce, el que no se inscribe en esa lógica, el enigmático goce femenino. Lacan dice que se trata de un goce del cuerpo más allá del falo. Un goce al que algunas mujeres tienen acceso, saben cuando llega y lo sienten, pero no saben más que sentirlo.
Se pregunta en consecuencia: “Ese goce que se siente y del que nada se sabe ¿No es acaso lo que nos encamina hacia la ex-sistencia? ¿Y porqué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino?”[1] Nos conduce, entonces, hacia los místicos, como aquellos que pudieran dar noticia de ese otro goce. San Juan de la Cruz, por ejemplo, quien escribe en femenino algo de ese otro goce en su poema noche oscura; aíslo algunos de sus versos:
[…] con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura! […]
Sin otra luz y guía
Sino la que en el corazón ardía.
[…] ¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada! [2].
Pongo el énfasis sólo en estos versos porque son suficientes para ilustrar mi propósito. Se trata de la descripción de un goce que involucra el cuerpo, lo inflama en amores, da ventura, hace arder el corazón, es un auténtico éxtasis. Pero creo que el verso clave es el que habla de la unión de la amante con Dios en el lugar del Amado, -un erómenos sin falta, por eso es escrito con mayúscula, y al que se le junta la amada, escrita con minúscula –diferencia gramatical que dibuja el erastes empequeñecido, faltante, frente al Amado.
Encuentro crucial que el éxtasis corresponda al momento descrito como: la amada en el Amado transformada!, esto es a la fusión plena, en que la amada no se agrega de modo complementario al Amado, como un elemento heterogéneo se agregaría a un conjunto al que le es extraño, sino que transforma su heterogeneidad en la homogeneidad del Amado. Coincide en él. Es parte indiferenciada de El. Entonces, es parte del Otro armonioso, intachable, perfecto, total.
Aquí no hay alteridad, no permanece la amada como igual a sí misma, diferente del Amado, con el que plantearía, por ejemplo, una simetría o una disimetría. La sujeto desaparece, se funde en el Otro, se sumerge en El, para sentir el éxtasis de su transformación.
Creo que se trata de un sentimiento que le fue igualmente presentado a Freud[3], y por ello, podemos aprovechar sus consideraciones al respecto, pero leídas con la clave del goce femenino.
La conjetura que sostenemos es que, el sentimiento aquí descrito es el mismo “sentimiento oceánico” que Romain Rolland le plantea a Freud como fuente genuina de toda religiosidad. Su descripción coincide:
Un sentimiento particular, que a él mismo [Romain Rolland] no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a suponerlo en millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de “eternidad”; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir “oceánico”. Este sentimiento -proseguía- es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Sólo sobre la base de ese sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión[4].
El interés de esta aproximación es que coincide con la descripción de Lacan respecto al goce femenino: sensación más que ideación, por ello no puede decirse nada de él, sólo algunos seres lo experimentan. Pero es un goce del que Lacan, se pregunta, si es aquel que encamina –de la mano de los místicos- hacia la ex-sistencia, y entonces sería una faz del Otro, la faz de Dios que soporta al goce femenino.
Freud por su parte, se reconoce como judío sin Dios[5], desdeña ese sentimiento como fons et origo de toda religiosidad, y por parecerle fatigoso trabajar tan inabarcables dimensiones, elegantemente prefiere la exclamación de Schiller: “Alégrese quien respira la rosada luz del día”.
El goce femenino le era negado a Freud, no podía experimentarlo en sí mismo, Lacan ha señalado en Freud su carácter de heterosexual uxurioso, otros han señalado su homosexualidad reprimida[6], manifiesta en su apasionada correspondencia hacia los hombres que amó -Breuer, Fliess, Jung-, pero vuelta amor intelectual.
La feminidad permaneció para él como el continente oscuro, la África del siglo XIX. No obstante, no deja de señalar que las sabidurías de la mística ofrecen sugerentes nexos con muchas modificaciones oscuras de la vida anímica, como el trance y el éxtasis[7], lo cual, constituye el indicio que seguimos.
Que el “sentimiento oceánico” –y el goce femenino- se le negaran a Freud como vivencia, no impidió que ofreciera una construcción al respecto sacada del crisol de su ciencia, y este, es el punto de ex-sistencia del que habla Lacan, pues Freud se aplica a describir el nacimiento del sentimiento de la realidad para el sujeto.
Sólo que Freud, racionalista ilustrado, de entrada se sitúa en el mundo del lenguaje, es decir, en el contenido de representación que asociativamente se aparea con tal sentimiento. Y así, lo reduce al sentimiento de copertenencia con el todo del mundo exterior al cual el sujeto se haya en una fase indisolublemente atado, es, un tratamiento en la vía de una visión intelectual, provista de un tono afectivo.
Lo cual no hace que Freud niegue que otros seres humanos puedan experimentarlo sin poder decir nada de esa sensación, esto es, de manera desconectada de la dimensión intelectiva. Freud no se reconoce autorizado a impugnar esa vivencia en otros seres distintos de su persona, incluso le concede el título de sentimiento de naturaleza primaria.
Ello dice, a nuestra construcción, que el goce femenino puede corresponder a la naturaleza primaria de esa sensación de co-pertenencia con el todo, pero no sólo con el todo, en tanto mundo exterior, cuyos límites se extienden al lenguaje, sino incluso más allá, hacia una co-pertenencia con el todo, en tanto faz del Otro que como Dios que da soporte al goce femenino.
No es, sin embargo, el Dios trascendente de la teología o de la metafísica, porque el mismo Romain Rolland concede que no es un artículo de fe y, no obstante, es un sentimiento religioso, como lo testimonia el místico que hemos citado. Pero ese sentimiento, luego es captado, canalizado y agotado por los sistemas religiosos y de las diversas iglesias.
El Otro, en la cita de Lacan, no sólo es el tesoro de los significantes, sino que además ofrece una faz oscura que fundamenta ese goce femenino más allá del lenguaje, y por tanto, más allá de la significación fálica, impuesta por los sistemas religiosos y eclesiásticos que pretenden domeñarlo.
Esto dice de paso que, el goce femenino podría ser el autentico origen y fuente de la religiosidad. El goce femenino es la vivencia subjetiva de estar más allá de las barreras del lenguaje y su falocentrismo, en un real gozoso donde el sujeto se borra, por ello se ha aproximado a la psicosis, o a la dimensión loca de la feminidad.
Pero Freud lo emparentaría con el yo-realidad-del-comienzo, a partir de la vivencia del nexo inmediato e ilimitado con el mundo, sin la frontera de un yo o de un alter. Por esta razón, en esa vivencia mística del goce femenino el sujeto no se reconoce como existente y diferenciado del Otro, sino ex-sistente, es decir, por fuera de sí, fundido en el Otro.
Es la vía que Freud mismo sugiere en la ilación de pensamiento con la que debate en el terreno religioso a Romain Rolland. Le quita el fundamento racional a la certeza del sentimiento de sí mismo del yo; señalando que el yo se continúa hacia “adentro” perdiendo su engañosa autonomía para fundirse con el ello inconsciente, y, además, en estados no necesariamente patológicos el sujeto está gustosamente dispuesto a ceder esa ilusoria autonomía para continuarse hacia “afuera” aspirando el yo a hacer uno con el objeto.
En ese sentido, si nuestra aproximación es correcta, habría que reconocer que el goce femenino, igualmente, desvanece las fronteras del yo del sujeto, alcanzando sus nexos pulsionales al continuarse hacia el ello y extendiéndose hacia afuera, sólo que en nuestro ejemplo, no se dirige a un objeto, sino hacia una entidad inconmensurable, la oscura fase del Otro, la del goce de Dios en la que el yo se disuelve. Esa particularidad, hace que sea superior el éxtasis místico, el trance del goce femenino, al engaño amoroso de los mortales, donde, finalmente, la significación fálica, la negatividad de la castración, además, de las humanas limitaciones corporales, cancelen la posibilidad de una vivencia desmedida como la descrita.
En los estados patológicos descritos por Freud, menciona casos en los que es incierto el deslinde del yo respecto al mundo exterior –melancolía, autismo- , respecto a partes de la envoltura corporal –esquizofrenia-, y aún respecto a pensamientos, percepciones o sentimientos –paranoia-. Luego entonces, no son extrañas al psicoanálisis las vivencias de un goce no marcadas por la significación fálica correlativa al Nombre del Padre.
Sólo que el goce místico, así involucre el cuerpo inflamado en amores, el corazón ardiente, así implique la vivencia del éxtasis de fundirse en el goce infinito de Dios y la ex-sistencia, no es un goce psicótico. San Juan de la Cruz, lo describe como un goce femenino, planteado en términos de amor.
Para Freud es perfectamente lógico que la sensación sin límites del yo-realidad-del-comienzo -donde el yo lo contiene todo-, pueda pervivir, como vivencia, al lado del yo del adulto, en quien la experiencia ha rectificar los límites, en la vía del displacer, esto es, en las vías de la frustración, la privación y la castración que, instauran en el yo, el principio de realidad. Son los límites que el goce, resignado a lo fálico, impondría al goce femenino, que en algunos seres, no obstante, supervive y coexiste como posibilidad de vivencia primaria de abarcar un infinito que lo ata con el Todo, con independencia de la segregación que le impondría el goce fálico, al sustraerse hacia una región no vigilada por éste.
Freud termina por declararse dispuesto a admitir la existencia del “sentimiento oceánico”, a partir, de su reconducción a una fase temprana del sentimiento yoico. Si insistimos en nuestra conjetura, podríamos decir que, es la admisión de que existe ese goce femenino en algunos seres, lo cual esclarece algunos puntos pero seguramente a la vez, oscurecerá otros.
Si el goce femenino, en su expansión yóica tiene un vínculo directo y sin resistencia con la vida pulsional, esto explicaría que encontremos en el corazón del narcisismo inmenso de estos sujetos, no sólo la sexualidad en éxtasis y trances, sino también la dimensión mortífera en otros, cuyo goce femenino se orientaría hacia dioses oscuros. Tal vez Medea encuentre allí su lugar.
También podríamos, de paso, poner en equilibrio el inmenso narcisismo, que es supuesto, -por la expansión del yo en estas vivencias místicas-, con la filantropía a la que estos sujetos se ven sometidos en sus vidas y acciones para compensarlas. Y señalar la paradoja de la satisfacción sádica que ha sido develada en la caridad y los contragolpes agresivos que suscita, anudadas al masoquismo del automartirio que un severo superyó les exige a algunos de ellos.
En cuanto al goce femenino en su versión laica, si se me permite la expresión, habría que suponerle igualmente una expansión narcisista como fuente subjetiva que, abarcaría su cuerpo entero y aún más allá del lenguaje, regiones aterradoras de lo real o ilimitados gozos, que dejan al resto de los mortales plantados, aferrados a su mísero goce fálico, contemplando apenas, en ellos, como en los grandes felinos, su bella indiferencia.
[7] Freud Sigmund, “El malestar en la cultura” en Obras completas, Traducción de José Luis Etcheverry, Amorrortu Editores, 1975, Argentina, p.13.