Mario Elkin Ramírez

Albert Einstein autorizado por la Liga de las Naciones y por su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París, elige a Freud como interlocutor para preguntarle ¿Cómo evitar a la humanidad los estragos de la guerra?

Freud se sorprende cuando Einstein le formula esta pregunta no en su calidad de científico sino como filántropo[1]. En ello, Freud compara a Einstein con Fridjof Nansen[2], un gran explorador que dejó uno de los más grandes descubrimientos para la Geografía: el polo Norte.

En el siglo XIX aún había en la tierra lugares sin explorar y por esto la Geografía era un paradigma del terreno virgen del conocimiento. Nansen, además de explorador, en 1905 tomó parte en el movimiento a favor de la separación pacífica de Noruega y Suecia. En 1918 fue delegado en la Asamblea de la Sociedad de Naciones. Negoció en favor de la repatriación de los prisioneros de guerra en 1920, y desde 1921 a 1923 estuvo al mando de la operación de ayuda a los necesitados de la Cruz Roja en las regiones rusas del Volga y sur de Ucrania. Por esta última labor recibió el Premio Nóbel de la Paz en 1922.

No es entonces banal que Freud comparara a Einstein con Nansen. También en Einstein Freud leía una militancia pacifista divorciada de su actividad científica. Sin embargo, Freud no le responde a Einstein desde la filantropía. Su respuesta es una reflexión desde el psicoanálisis. Con ese gesto, no solamente responde a Einstein sino que, además, aporta a su propia disciplina un punto de vista inédito sobre la guerra.

De ese gesto podemos sacar una primera consecuencia, Freud no responde a Einstein desde el sentido común, desde su caridad, u otro valor de su propia tradición, la solidaridad, por ejemplo; sino que responde desde el lugar que juzga más esencial, la racionalidad de su descubrimiento. Es desde allí que se autoriza, es su expresión.

Responde desde la conjetura, que es como define su saber; es lo propio de su método, una trabazón argumental. No responde desde la tarea práctica inmediata sino desde la elucidación que aportan sus teorías. Entonces, indaga antropológicamente la sustitución conceptual producida desde la violencia hasta el poder. Acude al mito darwiniano de la horda primitiva y señala el camino de abstracción, del paso de la espiritualidad de la primera al segundo. Para ello medió la capacidad de invención de los hombres, pero al servicio de lo bélico, las nuevas armas; “la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta”, aunque el propósito permaneció igual, vencer al enemigo, destruirlo o someterlo. Esta segunda opción es el inicio del respeto de la vida del vencido, aunque contando con su secreto anhelo de venganza.

Señala que “el imperio más grande” fue cuando a la fuerza bruta se le alió la inteligencia. Cuando la ciencia se puso al servicio de los Amos, podemos decir. Y que la violencia sólo se volvió derecho por la presión de la mayoría y de la fuerza resultante de su unión. Sigue siendo violencia, pero ejercida por una colectividad duradera. No obstante, en el seno de la comunidad misma hay agenciamientos desiguales de poder entre sus miembros, lo que exige un aun mayor perfeccionamiento del derecho para tramitar la violencia interna. Sólo el monopolio de la fuerza, por parte de una unidad democrática mayor garantiza la posibilidad que sus miembros intercambien la renuncia a la violencia individual por una ganancia en la igualdad de acceso al derecho.

Pero Freud sabe que eso es sólo un planteamiento ideal, su conocimiento de la historia, de la psicología de las masas y de la aspiración a la satisfacción pulsional en diversos destinos, le sirve de contraste empírico para afirmar la presencia de la crueldad humana en la base de los ideales, el derecho nació de la fuerza bruta y no ha podido prescindir de su ejercicio.

De allí inferimos que, contrario al ideal, a las ilusiones y a las utopías comunitarias, lo posible es sólo el establecimiento coyuntural de equilibrios temporales, de una paz relativa y frágil.

Freud se pregunta aún, ¿por qué somos pacifistas y no admitimos la guerra como una calamidad más de la vida?, y responde:

Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas […] La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. [Tal vez haya más pacifistas después cuando se colectivice más esta] actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura.

Freud hace esta respuesta a Einstein cuando dice ser “un teórico alejado de la vida social”, pero otra era su actitud durante la primera guerra mundial.

Como el resto de los jóvenes europeos los psicoanalistas pioneros fueron reclutados en los distintos frentes de combate: Karl Abraham, Sandor Ferenczi, Victor Tausk, Ernest Jones, Ernest Simmel. No obstante, no abrazaron los ideales de la guerra, se dieron otra causa. Buscaron en sus respectivos frentes lugares de responsabilidad psiquiátrica para, desde allí, tratar las neurosis de guerra con procedimientos psicoanalíticos y, en ese sentido, mostrar la eficacia del psicoanálisis y combatir la cura de Kaufman, esto es el tratamiento disciplinario, a partir de electrochoques que los psiquiatras aplicaban a estos enfermos, bajo el argumento de que eran simuladores y malos patriotas.

De esta otra batalla sabemos por los trabajos del V Congreso de psicoanálisis realizado en Budapest sobre las neurosis de guerra. Freud había orquestado las iniciativas de estos pioneros por convencer a los generales influyentes y a los hombres políticos, para crear Institutos Psicoanalíticos que investigaran y trataran estas neurosis y psicosis de guerra. De modo que muchas víctimas de la guerra, combatientes o no pudieran beneficiarse de las nuevas vías de la terapia psicoanalítica a gran escala. Se sabe que esta iniciativa en esa dimensión terminó con la guerra misma. Sin embargo, se fundó el Instituto de Berlín donde esto se realizó parcialmente.

Al leer los trabajos de este Congreso se evidencia el esfuerzo de todos ellos por pensar el nuevo fenómeno de las neurosis de guerra a partir de la teoría que tenían a disposición: la etiología sexual, el traumatismo psíquico, las enfermedades del narcisismo, la nosología freudiana de ese momento. Nociones que hoy con la enseñanza de Lacan son susceptibles de revisiones exhaustivas. No obstante, ese fue su combate.

Igualmente, durante la segunda guerra mundial se revivió de modo diferente la iniciativa de los analistas ejerciendo el psicoanálisis bajo la guerra, con Winniccot, Betelheim, y en especial con Bion, a quien Lacan rinde un homenaje en su escrito La psiquiatría inglesa y la guerra, en el que también corroboramos en Lacan cómo se han conducido los psicoanalistas en estas condiciones.

No han faltado algunos psicoanalistas que han vivido bajo las nuevas guerras, o bajo el terror de las dictaduras del siglo XX y que han respondido desde el psicoanálisis con su esfuerzo investigativo y clínico a dilucidar y tratar los efectos de la guerra en el psiquismo de los sobrevivientes.

El analista bajo la guerra, entonces, no puede sino responder desde la causa psicoanalítica, y esto implica su política, su ética y su episteme. Pero esto es sólo posible cuando en su formación, ha sometido —lo mejor que pueda— su vida pulsional a la dictadura de la razón, entonces puede volcar su Eros hacia la causa y en vez de dirigirse a la identificación al grupo, orienta su libido hacia las instituciones que sirven a esa misma causa. De ese modo, su respuesta no se hace desde el discreto sadismo de las ideologías filantrópicas políticas o religiosas, o desde su fantasma o desde las identificaciones heroicas, sino desde su formación psicoanalítica.



[1] Sigmund Freud, “carta a Albert Einstein” de Septiembre de 1932, en Obras Completas, Vol. XXII, 1976, Amorrortu, Buenos Aires.

[2] Fridtjof Nansen (1861-1930), explorador noruego, científico, político, escritor. Exploró Groenlandia en 1882 y en 1888, recogió sus experiencias en La primera travesía de Groenlandia (1890) y Vida de los esquimales (1891). Entre 1893 y 1896 se dedicó a explorar las regiones árticas, llegando hasta una latitud de 86° 14′ N, el lugar más al norte que se había alcanzado hasta entonces. Describió este viaje en las obras Más allá del Norte (1897) y La expedición noruega al polo norte (6 volúmenes, 1900-1906). Escribió además: Oceanografía de la cuenca del polo Norte (1902), A través de Siberia (la tierra de la fortuna) (1914), Spitzenbergen (1922), Armenia y el Próximo Oriente (1928), En la noche y entre los hielos (1897), y Nieblas del norte (1911).

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