Mario Elkin Ramírez

Lacan inicia el Seminario I recordando que “el maestro del Zen irrumpe el silencio con un grito, un sarcasmo, una patada. Así procede el maestro Zen en la búsqueda del sentido”[1].

Diagonal al número 5 de la rue de Lille, donde habitó Lacan en París, existió el Instituto de Estudios Orientales. Y durante la Segunda Guerra Mundial, Lacan que ya tenía más de 40 años y no podía participar en ella, invirtió entonces su tiempo estudiando la lengua y la cultura china, de estos estudios tenemos alguna resonancia en muchos de sus seminarios y en particular en su escrito sobre “La instancia de la letra”.

Hacia 1969 Lacan trabó amistad con François Cheng, un gran erudito de la cultura china, profesor emérito de varias universidades y escritor de libros como: La escritura poética china; vacio y plenitud, el lenguaje de la pintura china, entre otros.

Por esta razón la alusión al maestro budista no es hecha al azar, Lacan aprovecha sus estudios sobre Oriente e introduce como tema la búsqueda de sentido al comparar a Freud con el maestro Zen, pero en la búsqueda de un nuevo racionalismo que reintroduce la búsqueda de sentido  en el contexto de la ciencia.

El Zen es la traducción japonesa de la palabra china Ch’an, que a su vez es la traducción del sánscrito dhyana y que literalmente significa meditación. El Ch’an fue una Escuela budista china cuyo florecimiento ocurrió hacia el 618-907 bajo la dinastía de los Tang. Jean Paulhan, escritor francés y autor del libro El guerrero aplicado —que Lacan considera como uno de los ejemplos de lo que podría ser un analista— decía que el pensamiento Zen podía tener un valor tan decisivo como el de Descartes.

Pero la alusión de Lacan se refiere a la adaptación japonesa de la pedagogía de los sabios chinos para la resolución de enigmas verbales llamados los Koans Zen. La perspectiva de esta pedagogía consiste en la abolición definitiva de la razón discursiva que tiende a calificar o describir lo insondable, es un cortocircuito en el raciocinio que hace fracasar la abstracción remitiendo violentamente a la experiencia inmediata del ser o del no ser.

Los Koan Zen es lo que fascina a Lacan, en cuanto podrían compararse con el acto analítico, en cuanto éste apunta a lo real, no de la experiencia sino de lo insondable contenido en el corazón de lo inconsciente. Es bastante similar por ejemplo a la interpretación en el análisis, enigmática, nunca explicativa, sino equívoco que induce a trabajar. Es lo que hace que mediante un acto —su escansión de la sesión por ejemplo—el analista pueda responder ante la fuga de sentido.

En el Zen la respuesta puede ser verbal o gestual: una patada a alguien que se pregunta desde las profundidades de la metafísica, puede ser un eructo, una bofetada, un dedo levantado, es la técnica del método súbito, para que el alumno despierte o descubra aquí y ahora su “verdadera naturaleza”, sin vía gradual.

Vale decir que mientras el analista se hace cargo de ese acto calculado —porque su propio análisis le ha permitido localizarlo en su fantasma y que no lo ponga en el escenario analítico—, hay que interrogarse ¿cómo hace el maestro Zen para responsabilizarse de esa dimensión del goce sin palabras?  ¿No goza?

En todo caso, si hay o no un goce en este proceder por parte del maestro, está hecho para limitar el goce del sentido del alumno. El Zen apasiona por el ilogismo, pero sus paradojas se dirigen a demoler los condicionamientos psíquicos que suscitan la pregunta del alumno, preso de sus racionalizaciones. El maestro rompe el cimiento lógico de las palabras, mediante los Koan.

Los Koan son respuestas lapidarias que exponen abruptamente la doctrina, son incitaciones, pretextos para hacer que el alumno descubra “el silencio interior” y que sea empujado a una vuelta del espíritu sobre sí mismo. No son sólo patadas, en uno de los pocos libros escritos sobre el Zen, se recopilan algunos Koan del siglo de oro del Zen, habla de cosas simples. Cuenta, por ejemplo, que dos estudiantes mirando la luna reflejada en un cubo con agua sostenían una gran discusión metafísica en torno a la realidad o la apariencia de ese reflejo y el maestro soluciona la discusión dándole una patada al cubo, manera ésta de volver a lo cotidiano y de colocarlo por encima de la negación o la afirmación, de lo profundo o lo superficial, de lo interior y lo exterior, lo cual era demoledor para el sistema intelectual y los vicios de pensamiento de los alumnos.

Según Buda, los hombres pueden llegar a conocer su naturaleza real, a despertar al sentido de su condición humana, comprendiendo en el acto el sentido exacto de sus preguntas; una definición del Zen podría ser el despertar, al cual apuntan los Koan de los maestros budistas. Pero se trata de un despertar, no mediante una comprensión intelectual, sino captada “en la paz del corazón”.

Tal vez no coincida en los términos una interpretación en psicoanálisis, pues esta no es captada en la paz del corazón, no obstante, tampoco se trata de una intelectuación. Hay sujetos que saben muy bien el esquema de sus conductas repetidas, cuando realizan su fantasma, pero el saberlo no impide su reincidencia de la satisfacción de su sufrimiento; Pero, una interpretación que apunta al goce exige luego una posición del sujeto, esto es una postura ética y eso es lo que diferencia el psicoanálisis de las demás psicoterapias y lo emparienta con el Zen o con el tao, en tanto el psicoanálisis, al igual que estas vías ofrece no una técnica al servicio del ideal social adaptativo, como las demás psicoterapias, sino que exige del sujeto una posición ética frente a su goce.

Se trata de desatascar el sujeto liberándolo de su yo que piensa y se esclaviza del sentido para ocultarse el ser.

El Zen no es un sistema, no hay un texto doctrinal que lo sostenga, sólo historias, piruetas verbales, anécdotas sin un sentido evidente que las relacione, es en esto que Lacan las compara con la posición de Freud, la relación a su pensamiento, como alejado del dogmatismo al que Freud condenaba, combatiendo la tendencia de sus alumnos de estandarizar la conducta de Freud en la clínica, sin comprender que esa era solamente su manera, y lo que interesaba era que cada cual buscara la suya, a partir de un marco general de principios. Por eso Lacan dice de Freud, al igual que Miller de Lacan de que se trata de pensamientos en movimiento, abiertos a la revisión.

El psicoanálisis no es, sin embargo, un budismo. Para éste, el origen del sufrimiento es el deseo, que lo provoca ineluctablemente. El deseo de objetos, el deseo de un poco más, el deseo de ser amado y es la imposibilidad de satisfacción lo que genera el sufrimiento. Para el budismo, la vía es, en consecuencia, abolir el deseo; su perspectiva es entonces el Nirvana, es decir, la extinción, la eliminación inmediata de todos los deseos y en ello reconocemos algo mortífero.

Nada más contrario al psicoanálisis, por lo demás esto es utópico, pues el deseo es indestructible. El budismo no habla de la asunción del deseo, ni de la asunción de las estrategias de imposibilidad, de insatisfacción, de evitación que ofrece las neurosis. Sólo de la abolición cuyo corolario sería en nuestras tierras la psicosis.

Sin embargo, el Zen tiene concepciones por lo menos sorprendentes; por ejemplo: que la realidad es ilusoria, por cuanto ésta es sólo un remolino producido por los deseos, pasiones, miedos y sentidos. Lacan, con una complicada topología en 1966, hablando de la lógica del fantasma, mediante la banda de Moëbius, demuestra que hay estructuras sin derecho ni revés ni borde, y eso subvierte la concepción acerca del espacio porque se demuestra matemáticamente la continuidad entre el interior y el exterior y allí Lacan dice que la realidad y el deseo son la misma cosa, es sorprendente que los maestros budistas sostengan algo parecido.

Dicen que el universo no tiene más realidad que un sueño, es decir, parecería que conocen la naturaleza de los semblantes y de la concepción de la realidad psíquica, donde cada formación del deseo y del fantasma, en su dimensión imaginaria, como el sueño o la alucinación, dan esa sensación de realidad, ese espesor, el peso, que hacen que el soñante les de pleno crédito de realidad, allí habría que plantear a partir de las nociones freudianas de percepción-conciencia, de prueba de realidad un debate prolífico con la Fenomenología de la percepción de Merleau Ponty.

Dice también el Zen que la verdad no es diferente de las ilusiones, lo que destruye la concepción del falso y verdadero sostenida por las religiones judeo-cristianas, la verdad entonces podría ser reducida a una tabla de verdad, es una categoría, y en el psicoanálisis, aún más radical, la verdad es subjetiva, pero no una ilusión sino una brújula cuando se trata de la verdad de su deseo.

El Zen es n despertar a la comprensión de la sabiduría pura, cuya sustancia es el vacío y el silencio. Un vacío insondable pero no sagrado, las cosas no tienen esencia, son vacías. Y para obtener ese despertar los maestros inventaron sus métodos, verbales o súbitos no verbales; por tanto, la práctica Zen es la vía negativa de su método.

Es una transmisión especial, pues no se respalda en escrituras, como sí lo hace la tradición judeo-cristiana y musulmana en las sagradas escrituras. Los maestros Zen buscan un despertar de la conciencia, liberarla bruscamente de sus preguntas, dudas, temores, razón discursiva o encantamiento místico; el alumno se da cuenta repentinamente que la conciencia y el universo son “Uno”, todas las cosas participan de la naturaleza del vacío, todas las cosas están vacías en sí, están vacías de naturaleza.

El psicoanálisis puede conectar también el sujeto con su vacío de ser de sentido, pero no lo instala en el sin sentido cínico o nihilista, sino que le permite al sujeto un paso suplementario, que no puede ser sino ético, un saber hacer con su vacío, elevarlo a la dignidad de la Cosa, inventar algo con él, así sea sólo una vida.

Al igual que en psicoanálisis no hay manual para la interpretación, en el Zen no hay texto, entonces dicha transmisión no enseña una ciencia construida. Lacan  compara el psicoanálisis freudiano con éste aspecto del Zen. El sentido del psicoanálisis sería dogmático si su enseñanza se redujera a un texto estándar, por esta razón, justamente cuando Lacan se ocupa de los escritos técnicos de Freud, precisamente de aquellos que sus colegas han convertido en dogma, en religión, en palabra usada y muerta, para Lacan se trata del despertar, donde  las nociones tienen vida propia, son pensamiento en movimiento, abierto a la crítica, ex-cátedra, renovador, pugnaz; Se trata, en consecuencia, de dos lecturas distintas. Lacan es temible cuando al dogmatismo de sus contemporáneos opone su retorno innovador a Freud, y en eso procede como un maestro Zen.

Al establecer su doctrina sobre el despertar súbito de su naturaleza propia, sin palabras el Ch’an estaba obligado a evitar toda oposición didáctica u objetiva. Por ello, la pedagogía Zen se vive como temible, resistente a la interpretación racional, tiende a invertir constantemente lo mental en sentido inverso a las tendencias objetivantes, en ello el Zen es también un poco como el inconsciente como discurso del amo antiguo.

En consecuencia, el maestro Zen con sus preguntas y repuestas abruptas, en apariencia, insolubles, y el analista con sus escansiones ante el surgimiento del acontecimiento imprevisto, de las sorpresas de lo real, se limita a orientar, a señalar una vía, a indicar una suspensión del discurso. El corte de la sesión inspirada en las sesiones de duración variable de Lacan produce un efecto similar: conlleva una significación interpretativa, el que un sujeto sea interrumpido en una palabra y no en otra, en un silencio, eso relanza el trabajo de manera distinta que un cronómetro que suena cada cuarenta y cinco minutos, o cada media hora, o cada tiempo fijo. Así como el maestro Zen sólo da una respuesta a un alumno cuando éste está próximo a encontrarla, de igual modo procede el analista en el cálculo de la interpretación.

La actitud paradójica y provocadora de los maestros Zen: patadas, palizas, respuestas incisivas, lo sustrae a una agresividad racional del alumno que ansiosamente espera palabras, respuestas abstractas, cosas hechas, construcciones dadas. Pero, al igual que en un análisis, una respuesta abrupta, así sea acertada, necesita de otra condición: que la transferencia esté instalada, de lo contrario, produce el efecto de una interpretación salvaje, un pasaje al acto.

La autenticidad de los maestros Zen se reconoce en esas salidas desconcertantes, y es por esta razón que abundan anécdotas de las salidas inesperadas de Lacan, capaces de demoler las veleidades interrogativas de alumnos o analizantes, quienes permanecen según el maestro, prisioneros de sus esquemas mentales; esa pedagogía es su sello personal en la inducción al despertar.

Ese despertar produce luego de una desestabilización de lo mental, al final de un agotamiento del pensamiento, de una interrupción del sentido, por fin aceptada y asumida, después de que el alumno, privado de sus puntos de apoyo familiares: sus referencias y complejos verbales, se encuentra dominado por el flujo de sensaciones e impresiones, y se encuentra violentamente intimado. Esto es similar a la descripción de la caída de las identificaciones en un análisis, luego de que el sujeto ha puesto en cuestión su relación a los otros que han desfilado por su existencia, y a quienes se ha identificado. El yo, no es más que el conjunto de las identificaciones superpuestas alrededor de un vacío, pues no hay esencia del yo. Por tanto, su puesta en cuestión produce la caída de las identificaciones que lo constituyen, sólo que en psicoanálisis no hay método súbito, sólo el corte es súbito, el tratamiento tiene otro tiempo.

El maestro responde de modo menos esperado, a fin de pulverizar los reflejos condicionados por el pensamiento discursivo, tiende a alejar el alumno de sus defensas psicológicas y culturales induciéndolo a una tensión interrogativa y por tanto al silencio. En el psicoanálisis, el objetivo no es instalar el sujeto en el silencio, al contrario, se trata de que pueda transmitir su experiencia, enseñar a la comunidad analítica, hacer de su rasgo particular una instrucción, una posibilidad de que nuestra disciplina de un paso más, pero la condición es haber experimentado el límite de lo decible.

De la edad de oro del Ch’an varios koan subsisten, por ejemplo, el de un maestro llamado Matsu (709-788) donde se encuentran anécdotas extrañas para los profanos, que indican como el maestro se abstiene de responder a una pregunta sentenciosa del alumno, quien espera una respuesta ideológica para satisfacer su razón, y el maestro responde abofeteándolo, interrumpe el falso diálogo basado en convenciones religiosas anacrónicas; así, un alumno accedió a su naturaleza increada una vez que recibió un violento puntapié mientras se posternaba humildemente ante Matsu, más tarde decía: “Desde que Matsu me dio un puntapié no he dejado de reírme”.

Es una pedagogía que involucra el cuerpo y el cuerpo está habitado por el goce, cuando el significante no lo aparta, tal vez es un intento de introducir un acto de sentido en un nivel donde sólo hay goce. Es un aspecto que en el análisis es imposible en tanto es esencialmente un asunto de palabras y las tentativas de involucrar el cuerpo, a la manera de la técnica activa de Ferenczi han fracasado. Pero el interés de la referencia de Lacan al maestro Zen está en que la interpretación, a su vez, es una cifra que el sujeto puede desentrañar con un impacto sobre su verdad, por ello no es ilustración universitaria, no se le ahorra el trabajo al analizante, porque le exige despojarse de sus investiduras narcisistas.

El instructor insiste al instante en ir a ver el agua, el ciprés en el jardín, abre los ojos del alumno sobre las cosas cercanas, vivas pero insustanciales. Sin embargo, estas actitudes del maestro no estaban hechas para escandalizar, sino para reaccionar de otra forma. Lacan con su enseñanza también patea  los estándares, para reflexionar. Así, sus contemporáneos se escandalizan frente a su enseñanza y a su práctica.

El koan Zen es un enigma incoherente para la razón, con el cual se busca descubrir un sentido escondido, esotérico o simbólico. En realidad, se trata de una devastación del espíritu crítico o analítico, se sitúa más allá de la afirmación o la negación, es una nada de sentido.

El más famosos en esa pedagogía fue Lit-Tsi —fallecido en 867—, su enseñanza era una máquina de guerra contra la metafísica engañosa, sus instrumentos para “traer al mundo” a sus alumnos eran gritos, eructos, bastonazos, golpes con espantamoscas. Su enseñanza no corría el riesgo de enredarse en debates de ideas o de estancarse entregándose a explicaciones dogmáticas o haciendo comentarios de difícil comprensión, por esto, la duda, la reflexión y la meditación eran castigados con golpes o insultos. En el fondo como lo señala Marcela Antelo[2] es la denuncia de que del sentido se goza y el sarcasmo evidencia ese goce.

El Koan es entonces una situación paradójica, enigmática, aparentemente incomprensible; son respuestas, verbales o no, que parecen inconciliables con la argumentación del Koan: el alumno está obligado a hablar, a decir cuanto se le ocurra, mientras que el Koan debe tener por efecto que el alumno produzca una frase decisiva, libre de la tiranía del lenguaje, que acelera la comprensión fulgurante de la nada que el Koan significa, lo cual genera una plenitud silenciosa que elimina el discurso. Esa frase decisiva, ¿estará demasiado lejos de la palabra plena de Lacan? ¿O del bien decir?

El Koan revela que el mundo sólo es una dependencia del lenguaje, el Zen quiebra la articulación de unas palabras con otras y así enfoca la percepción pura, la apertura sin límites, más allá del lenguaje, una realidad pre-lingüística. El hábito de la educación, de la cultura aporta significantes  que se superponen a lo real que el koan devela, como la interpretación lacaniana.

El Zen dice que cada palabra está vacía de sentido, sin sustancia; está determinada por su relación con otras palabras igualmente huecas. Decir a partir de esto, que un significante sólo toma sentido con relación a otros a los cuales se encadena, sólo ha un paso. Por ello podemos decir que en efecto, Lacan se comportaba en muchos de sus aspectos como un maestro Zen, y era eso lo que sus contemporáneos leían erróneamente como su excentricidad, pero su tarea y en eso se comportaba como un maestro Zen era la de inducir a los psicoanalistas al despertar, y no instalarse en la comodidad del saber adquirido o del goce del sentido que oculta su ser de goce.



[1] Lacan Jacques, Le séminaire, livre I, “Les écrits techniques de Freud”, Paris, Seuil, 1975.

[2] Marcela Antelo, Sarcasmo y jouissens, dactilografía. Antelo es Psicoanalista de la Escuela Brasilera de Psicoanálisis.

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