Profesor: Mario Elkin Ramírez
Relatoría de la clase del 5 de abril de 2013
Relator: Juan Felipe Cano
Tal y como es concebido popularmente, el llamado “amor platónico” difiere en lo esencial de la teoría que da lugar al uso de dicha expresión y cuya fuente se encuentra en El banquete. Allí, en medio de sabios y en representación de Diotima, Sócrates enseña con su discurso un camino ascensional del alma que empieza con el amor a un hombre y, extendiéndose luego a un número mayor de seres, pierde gradualmente su sujeción al cuerpo y a lo limitado hasta llegar al punto supremo en que es idea pura del amor. Aunque en la noción coloquial del amor platónico el objeto no se ama corporalmente sino en una ternura a la que reviste un conjunto de virtudes excelsas, tal amor tiene en todo momento un referente específico en contraste con la universalidad indicada por el personaje de Platón.
La puntualización sobre El Banquete nos sitúa en la línea de un examen de las principales formas en que ha sido entendido el amor en la historia de Occidente y sus incidencias más sobresalientes en el psicoanálisis.
Para los greco-romanos, el amor constituía un gran peligro. Estar signado por esa pasión equivalía a un estado enfermizo de dependencia y de servidumbre voluntaria a otro. En oposición a ese estado, consecuentemente, se erigió la apatía (ἀπάθεια/apathīa) como un ideal de máximo valor, pues sólo era posible llegar a ser dueño de sí mismo en la ausencia de toda pasión. Ya en la Europa medieval, este ideal fue continuado en la filosofía de Agustín de Hipona con su condena de la desmesura en lo concerniente a los asuntos mundanos. La mesura se asoció a la cordura, en ella se aceptaba conscientemente el orden divino y, en contrapartida, lo que se ponía del lado del exceso era dolor, desorden y defecto. Empero, de la mano de este pensador se implantó con el amor a Dios un sentimiento que por definición carecía de cualquier restricción y a través del cual, en el punto menos pensado, se filtró el goce. Siglos más tarde, en el Renacimiento, el amor irrestricto al objeto que lo inspiraba, fuera Dios u otro, devino el modelo de la pasión feliz. Los románticos llevaron esta tendencia aún más lejos al volcar completamente hacia los hombres el amor antes dirigido a Dios, tendencia que se vio socavada en 1856 con la publicación por entregas de “Madame Bovary”, novela en la que Gustav Flaubert, ilustrando los pormenores del matrimonio, evidenció el fracaso de éste.
También en el siglo XIX se registró la primera gran tentativa de psiquiatrizar las pasiones y el erotismo. En 1838, en un capítulo de su obra dedicado al tema de la “monomanía erótica”, el francés Jean Etienne Esquirol, retomando un término utilizado en 1810 por un criminólogo vienes de apellido Zieller, asignó por primera vez a la enfermedad del amor el nombre de “eroto-manía”y enfatizó así de nuevo el carácter de exaltación, desmesura y repetición o adicción pulsional manifestado en esa patología. En este sentido, este tratamiento del amor guarda algunas semejanzas con el que hoy suele hacerse en relación con afecciones como la toxicomanía, la vigorexia, la bulimia, etc. Esquirol consideraba la erotomanía una pasión casta y honesta en la que el paciente era víctima de su propia imaginación y de los afectos de su corazón, dado lo cual el matrimonio ofrecía una solución eficaz. La nobleza de su condición la diferenciaba fundamentalmente de otras enfermedades de naturaleza baja, vergonzosa y libertina como la ninfomanía y la satiriasis.
Posteriormente, el término apareció en los estudios de los alienistas decimonónicos y en la psiquiatría del siglo XX. En este último periodo fue propuesto por Vall en su texto sobre “La locura erótica” y retomado por otros psiquiatras hasta que P. Sérieux y J. Capgras pudieron delimitar finalmente la erotomanía al clasificarla como una psicosis pasional dentro del grupo de las patologías. Entre 1920 y 1923, G.G. de Clérambault, el maestro en psiquiatría de Lacan, integró la erotomanía al cuadro de los delirios pasionales, es decir, aquellos cuyo fondo sería una pasión exclusiva referida a un objeto caracterizado por una determinada unicidad y en los que el elemento delirante sería puramente psíquico. Esta aproximación dio por resultado la formulación de un postulado ideo-afectivo según el cual para el erotómano es el objeto el que ha comenzado la pasión y el que más ama. Por tanto, Clérambault creyó observar en la erotomanía un síndrome clínico específico ―aunque de escasa aparición― en el que lo predominante sería un idealismo pasional expresado en tres fases: la esperanza, el despecho y el rencor.
En su escrito de 1931 “Estructura de las psicosis paranóicas”, Lacan critica la anterior concepción de la erotomanía en cuanto síndrome específico y más bien opta por relacionarla con una forma de amor inscrita a la psicosis y ligada en particular a la paranoia. Asimismo, incluye en la psicosis los delirios pasionales y los contrapone a los delirios interpretativos, no porque en los primeros la interpretación esté ausente sino porque responde a un acontecimiento inicial impactante que desata una carga emocional desproporcionada que le impediría volverse difusa, lo que sería el caso en los delirios interpretativos.
De la investigación sobre la psicosis de Marguerite Anzieu, que después expuso en su tesis doctoral (1932) bajo el nombre de Aimée (amada), Lacan extrajo una frase que indica el núcleo mismo de la erotomanía. Al aludir a la mujer a quien poco antes había intentado asesinar, Aimée dice “Ella me ama”. En lugar de afirmar su amor a alguien o algo, el erotómano vive guiado por la certeza de que el objeto elegido lo ama, aun cuando este último no sustente en modo alguno el sentimiento que se le atribuye. Por eso, mientras el neurótico experimenta la zozobra causada por las dudas que alberga en torno al amor de su pareja y entonces nunca deja de pedirle pruebas de su afecto, el psicótico prescinde de estas pruebas y puede llegar hasta el extremo de sostener que Dios lo ama como a nadie e incluso que lo ama a él y a nadie más.
De acuerdo con la opinión de Freud, formada en su lectura de la autodescripción de Schreber y en el contacto con otros enfermos semejantes, la incapacidad de los psicóticos para desarrollar una transferencia los convertía en pacientes no susceptibles de análisis. Sin embargo, Lacan concluye que la erotomanía propia de la psicosis puede ser definida como una modalidad posible de transferencia. Se trataría por lo tanto de hacer del tratamiento una paranoia dirigida, atemperando el goce y evitando el pasaje al acto con el anudamiento de algo de lo real a los registros de lo simbólico y lo imaginario. De esta consideración se deprende un interrogante nada pequeño: ¿qué motiva a Lacan a pensar la erotomanía en función de la paranoia y no de la esquizofrenia? ¿Hay erotomanía en la esquizofrenia?
Ampliando la perspectiva a otras psicopatologías, la transferencia como instrumento de análisis es sólo viable una vez el analista consigue sostener la disimetría que distingue su posición de aquella que se observa en el amor corriente. En éste, el histérico busca en su paradoja un amo sobre quien gobernar, el obsesivo pretende llegar a ser el garante de que el otro no tiene tacha o castración, el perverso convierte al otro en un medio para su goce personal y el paranoico se instala en la convicción de ser idolatrado. Pero el analista, lejos de todo esto, dice “no” al amor del analizante y aun así consigue que se quede. Puede negarse a la tentación de ser amado porque ha neutralizado su yo a fin de que el sujeto que asiste a consulta se deje hablar por su inconsciente y lo descifre a través de lo inesperado de sus exteriorizaciones. Lacan toma prestada del Bridge la figura del “muerto” y la compara con la posición del analista. En ese juego compiten en total cuatro participantes que conforman dos parejas, cada uno ubicándose en la mesa frente a su respectivo aliado. El ganador de la partida es aquel que logra adivinar las cartas de las que disponen los demás y acumula un puntaje superior. Lo peculiar consiste en que uno de los participantes, el “muerto”, juega con las cartas al descubierto. Igualmente, el analista hace del muerto y exhibe el contenido de sus cartas pero, a diferencia de quien lo hace en el juego, no desea ganarle la partida al otro, sino que éste adivine el contenido de las cartas que esconde su propio inconsciente. El obstáculo mayor para esa ética es la intromisión en el análisis de los restos sintomáticos del analista, de la suma de sus prejuicios, único fenómeno para el cual Lacan reservó el concepto de contratransferencia.
Textos de referencia:
Sigmund Freud, Más allá del principio de placer, numeral 1, Buenos Aires, Amorrortu editores, volumen XIX de la obras completas.
Jacques Lacan, “Crítica de la contratransferencia”, capítulo 13 de El Seminario, libro 8La transferencia, Buenos Aires, editorial Paidós.
¿Te pareció útil este artículo? compártelo asi otros también pueden aprovecharlo
0

Dejar un comentario

Simple Share Buttons