Mario Elkin Ramírez O.
Todos vamos a morir…, pero aún no», es una frase que ilustra la actitud que tiene hoy el hombre occidental frente a la muerte. Es un desmentido, un «sí, pero no». Se acepta racionalmente la primera parte como una verdad ineludible, en general cuando es referida a los semejantes; pero, cuando se trata sí mismo, el sujeto no quiere saber nada de su propia finitud.
Aún cuando llega a una aceptación intelectual y forzada de su muerte, en su cotidianidad se conduce como inmortal; aplaza la realización de sus proyectos, de sus deseos. La procastinación se vuelve un tiempo social, dejando tareas, incluso para un más allá de la vida.
La actitud de los hombres ante la muerte no ha sido la misma a través de los tiempos ; cuando un hombre de hoy habla de su muerte, piensa que si le fuera dado elegir querría una muerte súbita, sin dolor, equivalente al sueño; un hombre del medioevo estaría aterrado ante esa idea porque, como el padre de Hamlet , moriría «en la flor del pecado» ; por ello preferiría un tiempo de arrepentimiento y de balance de sus deudas con Dios y con los hombres; en las oraciones medievales, que aún se conocen, se reza: «líbranos señor de la muerte repentina».
Pero, si racionalmente se acepta hoy la muerte «natural», en cambio, hay una actitud de rechazo o de desaprobación cuando se trata del suicidio.
Las antiguas sociedades sacralizaron la muerte, la domesticaron, quisieron restarle dramatismo e integrarla: «en un sistema de ritos y creencias que tenían por objeto convertirla en una etapa más del destino, por ello, rechazaban y condenaban el suicidio: el cuerpo del suicida era castigado, arrastrado por el piso, y no tenía derecho a ser sepultado en la iglesia…solo en el caso del soldado vencido que se suicidaba por honor, o de otras formas de suicidio, como el duelo»(Aries, 1981). La razón de este comportamiento con el suicida, estaba en que al hombre no le era permitido modificar el destino, que se pensaba en manos de Dios, y tampoco se le reconocía el derecho de imponer a la sociedad la presencia intempestiva de la muerte por una decisión personal, la sociedad no admitía que el individuo la forzara moralmente ni a ella ni a Dios.
Fue a partir del siglo XIX cuando se perdió la socialización, esto es, la domesticación que se había logrado de la muerte, en tanto inserta en una ritualidad, la sociedad entonces no quiso saber más de ella, se rehusó a reglamentarla y: «delegó en la ciencia y la medicina, la tarea de mantenerla a raya, de derrotarla. De resto, la dejó en manos de la familia y del individuo»(ibíd). Del dominio público, donde estaba vigilada, castigada, controlada y circunscrita, la muerte fue liberada y pasó al dominio privado, el cadáver era velado en la casa, sepultado en familia. En ese sentido la muerte cada vez más pasó a depender de la voluntad individual.
Si la sociedad occidental se había desentendido de la muerte en general y del suicidio en particular, vuelve actualmente a preocuparse de la tentativa de suicidio, en tanto ve en ella un acto de angustia. La angustia es por excelencia el afecto contemporáneo. Por esta razón, cuando ocurre un suicidio la sociedad se conmociona ; más, cuando no se trata de uno sino de muchos suicidios en una misma región. Inmediatamente surge el interrogante por las causas. Es un problema en el que parece haber consenso entre sociólogos, antropólogos y demógrafos, cuando consideran el suicidio como un rasgo de modernidad, uno de los males del siglo.
Desde su planteamiento se ve que es un fenómeno que se sitúa entre lo colectivo y lo individual, en la tensión entre lo privado y lo público. En nuestra sociedad el suicidio continua siendo un tema tabú, por eso las estadísticas oficiales no son muy confiables – lo que no implica ignorar sus datos – o en ocasiones no se llevan; también porque las familias del suicida son celosas y evitan que el asunto se vuelva público, en consecuencia, los investigadores de campo deben recoger los testimonios y huellas de otra manera.
Las primeras explicaciones, las del común de las personas, atribuyen la causa a las crisis económicas o a los problemas sociales; pero, estos son aspectos coyunturales en relación a otros fenómenos que la historia de mentalidades considera de larga duración, y en ese sentido, hay que ensayar otra explicación que interrogue la mentalidad de una colectividad respecto al suicidio, o los componentes subjetivos del suicida en cada caso.
Ese factor subjetivo ya ha sido abordado por algunos investigadores. Todd y Le Bras sugieren que existe una relación profunda entre «el comportamiento suicida y estructuras psicológicas regionales», llamadas polos antropológicos ; en esa misma línea, para muchos autores, de Durkheim a Halwachs «el suicidio era una especie de parámetro para juzgar la salud o el equilibrio de una sociedad».
Desde el psicoanálisis hay una psicopatología individual donde se reconocen la neurosis (histeria, obsesión), la psicosis ( paranoia, esquizofrenia, melancolía, autismo) y la perversión ; pero, estas categorías, en rigor, no son aplicables a una colectividad; en primer lugar, porque cuando abandonan el ámbito de la clínica individual toman acepciones, muchas veces segregativas y pierden su carácter científico; y en segundo lugar, porque el psiquismo individual no es transferible, tal cual, al psiquismo colectivo. No hay inconsciente colectivo, ni psicopatologías colectivas.
No obstante, hay una psicología social; la paradoja reside en que para Freud ésta no es muy diferente de la psicología individual, por cuanto se reconoce en las colectividades fenómenos psicológicos, como el cambio de conducta de un sujeto cuando se haya bajo el influjo de una masa, o bajo el influjo religioso, o sometido a una mentalidad, pero esto no autoriza, por ejemplo , a la caracterización de una comunidad como «psicótica», etc.
Hay , empero, un sesgo posible en esta concepción, el inconsciente de cada sujeto se estructura a partir del discurso del Otro, siendo este Otro el lenguaje, la cultura, las instituciones sociales, la familia, etc. en esa perspectiva, puede afirmarse que la mentalidad es uno de los nombres del Otro que se interioriza en los sujetos que componen esa colectividad, y entonces, el psicoanálisis puede aplicarse al estudio de las transformaciones de esa mentalidad, en tanto Otro social.
En cuanto a la concepción del suicidio como medida de la salud y el equilibrio de una sociedad, es algo sugestivo, por cuanto trata al suicidio como un síntoma social, lo que lleva a plantear que el suicidio es un nuevo síntoma del malestar en la cultura, un síntoma contemporáneo, pero igual estatuto tienen otros fenómenos sociales.
Finalmente, los conceptos de equilibrio y salud social hay que ponerlos en cuestión, pues derivan de paradigmas que no incluyen el caos como modo de funcionamiento y piensan la normalidad como opuesta a un anormal, un fuera de una norma social, que luego bajo justificaciones científicas producen de nuevo segregación.
Otros autores, en contravía de Durkheim, sostienen que el suicidio más que un síntoma social, es la afirmación fundamental de una independencia del individuo frente a una sociedad; es el caso de Baechler (citado por Aries) quien de modo radical, dice que lo que depende de la sociedad es, en cambio, el mito colectivo del suicidio.
Habría que pensar el surgimiento del individualismo en Occidente y vincularlo con el suicidio como uno de sus actos de afirmación. Pero allí se encuentra un nuevo impase. El correlato del imaginario social del individualismo se cristalizó en la subjetividad, bajo la forma de lo que, desde el psicoanálisis, se nombra el yo. Ahora bien, la vida pulsional tiene para el yo un estado primordial llamado «narcisismo», en él integra todas las auto-valoraciones, los triunfos, la estima de sí, el sentimiento de valía, la auto-afirmación; en esa construcción se vuelve enigmática la inclinación de algunos sujetos al suicidio.
Phillipe Aries (1981) sugiere que la aparición del suicidio ocurre en el momento de derrumbamiento del sentimiento de la confianza en sí mismo que otrora tenía el hombre, apareciendo en su lugar la fragilidad.
Baechler (citado por Aries) relaciona el aumento del suicidio con la variación en los grupos de edad: «el malestar suicida aparece entre los jóvenes cuando su grupo de edad tiende a durar más que la edad de transición, y tiende a instalarse por fuera del circuito que normalmente recorre la sociedad». Su hipótesis es que: » el Occidente contemporáneo es, por su naturaleza misma, la primera civilización que convirtió la juventud en un fenómeno social permanente, que la transformó en un grupo social».
Freud (1910) vincula el suicidio de los adolescentes a los traumas que encuentran en la vida. Luego que la escuela se vuelve el sustituto de la familia y que la escuela puede convertirse en el subrogado de tales traumas, en lugar de ser una instancia que les instigue al disfrute de la vida y les brinde apoyo, en la edad en la que las condiciones que genera su desarrollo, los compele a soltar o por lo menos a relajar, los lazos familiares.
Es decir, que a nivel individual se trata también de un momento de transición en que las seguridades imaginarias, que para un sujeto representaba su familia, comienzan a derrumbarse, lo que repercute en la puesta en cuestión de sus valores y su confianza en sí mismo. No hay que olvidar que uno de los factores que frecuentemente encuentran los investigadores como causa del suicidio son los conflictos familiares, representados en la incomprensión de los padres hacia los hijos o hacia sus mujeres.
En esa perspectiva, Freud considera como una función ética de la familia y la escuela: el ser soporte de los sujetos y de empujarlos hacia una complacencia del vivir. Ante la vida implacable, la escuela debería ser una alternativa de juego y escenificación de la misma, quitándole su carácter traumático; en ese sentido, debería encaminar el sujeto hacia un despertar del interés por la vida y por el mundo exterior al redil familiar y escolar. Es algo que tiene todo su interés hoy, cuando la edad escolar se ha prolongado hasta más allá de los veinticinco años, edad en la que en la antigüedad se comenzaba a ser viejo; y además, en una sociedad como la nuestra, en la que la mayoría de los jóvenes tienen que abandonar rápidamente la escuela para hacer frente a obligaciones laborales y sociales.
Pero Aries (1981) señala, que para que esta actitud frente a la muerte cambiara en Occidente, fue necesario un nuevo ingrediente: el sentimiento de fracaso. La fragilidad de la confianza en sí mismo: «se debe en gran parte al desfase que separó y alejó la hora de hacer un balance en la vida de la hora de la muerte. Este desfase provocó una especie de reflujo de la muerte al interior de la vida, que por otra parte se hizo más larga».
A partir de este presupuesto establece la hipótesis según la cual: «la distancia entre la consciencia del fracaso individual y el momento de la muerte, creo un espacio en el que el suicidio, desde el mero intento hasta el consumado, encontró un terreno propicio para manifestarse».
Freud define al suicida como aquel en el que «la pulsión de vivir», pulsión extraordinariamente intensa, es vencida. La libido y el interés desengañado del mundo, por una renuncia del yo, un fracaso en la vida libidinal empuja a la acción suicida. Dice Aries :
«En nuestras sociedades tradicionales el reconocimiento del fracaso de una vida llegaba con el momento de la muerte…Pero a partir de los siglos XIX y XX el momento en que se toma consciencia del fracaso dejó de coincidir con la muerte. Se adelantó y se hizo cada vez más precoz, al punto que se sitúa en la edad de la adolescencia. La conciencia del fracaso esta totalmente desligada de la idea y de la presencia de la muerte. Pero a pesar de ser así, tiende a invitar a la muerte».
En esta vía se explica que entre las causas que frecuentemente se encuentran en la base del suicidio estén las privaciones o pérdidas económicas, o en el caso de los suicidas ricos, el vacío de la vida por la saciedad material, que también contiene la idea de fracaso en otros ámbitos.
Se esclarece entonces en la dimensión subjetiva del suicida, la idea de fracaso que lleva consigo una pérdida libidinal o de interés por un objeto real, o por un ideal social.
Entre las causas del suicidio que encuentran investigadores de campo, en primer lugar se haya una de las dimensiones del fracaso: la decepción amorosa, un amor no correspondido o una traición de la pareja. Por eso es frecuente que los hombres antes de suicidarse; «se van a ingerir licor y escuchar canciones de ‘despecho’ « .
Sería interesante interrogarse, cómo el amor se ha convertido en Occidente en el centro de la vida de los individuos, dándoles sentido a sus vidas, en contraste con la antigüedad, donde la virtud, la política, el saber, la religión, el dinero, el honor o el poder, estaban en dicho centro.
La tarea de la libido o de la pulsión de vida, dice Freud , es volver inicua la pulsión de muerte, a través de desviaciones hacia el mundo exterior, bajo la forma de aprehensión, dominio o voluntad de poder.
Se trata del sadismo originario que deja, no obstante, como residuo un masoquismo primordial, un masoquismo erógeno que en parte se ha transformado en libido, pero que de otra parte continua teniendo como objeto al ser propio. En el corazón del narcisismo, habita entonces la pulsión de muerte, y por tanto, el yo puede matarse cuando introvierte las investiduras amorosas desengañadas, que recubrían sus semejantes perdidos o sus ideales defraudados, fracasados; cuando el destino de la pulsión dirigida hacia afuera se ve sin objeto, la pulsión de muerte que en él se sublimaba, puede retornar sobre el sujeto con toda su carga destructora.
En el duelo normal el superyo es la instancia que inconscientemente sojuzga y cruelmente trata al yo como al objeto perdido; la libido se transforma en odio por haber causado una afrenta narcisista al sujeto; pero, en vez de dirigirse a quien ha despreciado, traicionado o dejado, se vuelve contra el yo que se ha identificado al ofensor; no obstante, luego de un tiempo de auto-reproches, el yo puede reemplazar el objeto, y anudar la libido y el interés al mundo exterior.
Baechler adopta una tipología del suicidio de interés tanto para la historia de mentalidades como para el psicoanálisis, se trata de la diferencia entre el suicidio y el intento de suicidio. El intento de suicidio es, para Baechler, lo que no es el suicidio propiamente dicho, a saber: «un llamado, un signo de alguien que aún espera respuesta, hasta un umbral que, una vez superado, se convierte en suicidio efectivo».
Para Aries esto es un fenómeno nuevo, por eso dice que si en el pasado el veneno «no fue utilizado como un medio para dar la impresión de matarse sin hacerlo realmente, como un medio para darse una oportunidad, era porque a los hombres no se les ocurría llamar la atención o ejercer presión de esa manera. Su idea del suicidio era más radical, más inesperada» (Aries, 1981: 252).
Otros investigadores en antropología, verifican a partir de una división análoga, que en Ciudad Bolívar, el suicidio consumado se presenta más en los hombres, mientras son las mujeres las que más intentan suicidarse, y no dejan de anotar, que generalmente las personas que intentan suicidarse, lo han anunciado a alguien. Aries trata la tentativa de suicidio como un chantaje.
Para el psicoanálisis la tentativa de suicidio no es una simulación; es una acción que corona una crisis de manera significativa. Aparece luego de una decepción amorosa, y en contra-agresión, retorna sobre el sujeto la agresión contra el padre, o el objeto perdido, acompañado por un desplome de la situación sobre los datos simbólicos que el sujeto tiene aún, por eso la tentativa de suicidio contiene una dimensión simbólica dirigida a un Otro.
El enamoramiento extremo, desde su paso por el amor cortés, dejó en la relación amorosa la tendencia al empequeñecimiento del amante respecto al amado. Hay una dimensión de humillación de su orgullo al presentarse a merced del amado, para demandar su correspondencia; si en cambio, es despreciado, el sujeto viene a representar, en la tentativa de suicidio, un escenario interior; el ser muerto por el objeto, un homicidio que es simbolizado en un suicidio. Es la manera de decirle al otro hasta donde su desprecio fue mortal. A veces para culparlo, otras para destruirlo a partir de las consecuencias culpabilizadoras de su acto. En ese sentido, la tentativa de suicidio puede, frecuentemente, ser un mensaje mortífero dirigido a otro; pero en un acto disfrazado de altruismo, o auto-sacrificio, en el que el sujeto intenta liquidarse. Al contrario, el acto suicida pretende ir en contravía de la significación. En este último, la crisis estalla y la catástrofe acontece sin la pretensión de hacer ningún signo al Otro.
El mecanismo psíquico del suicidio en la neurosis consiste en que el sujeto ha vuelto sobre sí mismo el impulso de matar a otro, contra el que está prohibida la agresión. Matar a los padres o a la persona amada sería el modelo de esa circunstancia. Al ser inconfesable el odio al objeto otrora amado, la pulsión de muerte se vuelca sobre el sujeto, como auto-reproche, auto-desvalorización y autodestrucción.
En el suicida el Superyó se comporta como un déspota caprichoso que utiliza la pulsión de muerte para ensañarse en el yo, en esa inmisericorde furia arrastra todo el sadismo y lo torna masoquismo, para transformarse en «un puro cultivo de la pulsión de muerte» que exige al sujeto el sacrificio de su vida. Es el mecanismo que hace recaer sobre sí mismo la destructividad dirigida hacia un semejante amado que ha causado una herida narcisista en el sujeto. La acción hacia ese objeto queda subrogada en esa introversión avasalladora, en su retorno sobre el yo, y todo esto pasa de manera silenciosa.
Baechler sostiene que el aumento del suicidio es también una consecuencia del cambio en la familia y su repliegue sobre el niño. En efecto, la historia de la familia muestra como un signo de modernidad que su centro vino a ocuparlo: «su majestad el niño», según la expresión de Freud. Siendo el sentido esencial de la familia moderna la procreación y crianza de los hijos. Si este lugar es entonces, tan altamente valorizado en nuestra cultura, aparece la dramática situación de los niños no deseados. Es esta la razón por la que en los sujetos que se consideran en esta categoría puede verificarse una irresistible inclinación al suicidio. Ellos quieren, literalmente, salir del Otro, cuando este Otro es la madre, la familia, la sociedad; no aceptan ser lo que son y rechazan integrarse a la cadena significante, al discurso del Otro en la que fueron integrados por su madre, a su pesar.
Allí no se trata de un deseo de reconocimiento, sino, de manera radical, de un reconocimiento de un deseo que los articule a la vida.
El problema del deseo, es que no es algo con lo que el sujeto llegue investido, poseído, a la vida. Tiene que situarlo, encontrarlo a su costo y a su más grande pena, al punto de no poderlo hallar sino en el límite, en su acción, que no puede ser realizable, sino a condición de ser mortal (Lacan, 1958).
El significante, la dimensión simbólica, es algo esencial en la vida de un hombre; tener un nombre, un apellido, una filiación, una pertenencia a un grupo social, a una lengua «materna», una sanción profesional, un papel, es lo que hace que un sujeto cada vez más se afirme en la vida. En esa vía, también la tentativa de suicidio, es la tentativa de hacer reconocer un deseo. Mientras que en los sujetos que se piensan «no deseados» la tentativa es de salir de esta dimensión, cada vez más entren en ella, confundiendo su ser con el significante, al punto de devenir ellos mismos un signo de esa cadena significante; entonces ven en el suprimirse la posibilidad de devenir, mas que nunca, un signo para el Otro, un signo eterno.
La condición de inscribirse como un signo eterno, es por supuesto, morir. El suicida más que cualquier otro, es aquel que aspira, de manera más radical, a volverse un signo para el Otro (Lacan, 1957). Es por ello que el suicidio tiene esa belleza horrorífica, que lo hace tan terrible para los hombres, y a la vez la belleza contagiosa que en las epidemias de suicidios, como las de Ciudad Bolívar, sean algo que en la experiencia, se presentan como lo que hay de mas real.
La pulsión de muerte se libera en la agresividad del sujeto respecto a su entorno, pero hay en el corazón del narcisismo, correlato del individualismo a nivel social, un habitante llamado Thanatos, esto implica que en ese movimiento agresivo hacia el otro, algo queda ligado en su interior, algo radical, verdaderamente mortífero para el sujeto, que hace del dolor de existir algo fundamental, ligado a la existencia misma del ser vivo.
Esto hace patente, que bajo las investiduras narcisistas, bajo los ideales, se oculta, a nivel inconsciente, una última aspiración del sujeto al reposo y la muerte eterna, como un objeto enigmático y horroroso que coloca siniestramente un suicida en la esencia humana, un objeto llamado en los matemas de Lacan: objeto (a) y que señala que no hay otro goce que el de morir.
El melancólico, intenta atravesar los semblantes narcisistas, pasar a través de su imagen, atacarla, para alcanzar ese objeto ominoso que lo trasciende; ensaya atrapar aquello que lo gobierna y escapa a su dominio: «y cuya caída lo arrastra a la precipitación al suicidio, con ese automatismo, ese mecanismo, ese carácter necesario y radicalmente alienado con el cual…se hacen los suicidios melancólicos…atravesar la ventana, no es un azar, es el recurso a una estructura que no es otra que la que se acentúa como la del fantasma» (Lacan, 1963).
La actitud del hombre contemporáneo frente a la muerte, es que no le teme verdaderamente, de lo contrario, no se quedaría tan tranquilo. Por eso el neurótico obsesivo, plantea el modelo de la relación del hombre común a la muerte: la muerte es un acto fallido (Lacan 1975).
No es algo tonto, ya que la muerte no es abordable sino por la vía del acto. La muerte es un acto fallido, a pesar de que la dimensión del goce que implica el descenso hacia la muerte, pues pasa por el cuerpo. Un acto logrado, sería el de alguien que se suicidara sabiendo que se trata de un acto, y eso no sucede, porque la apariencia de acto logrado del suicidio se desvanece cuando crea problemas de consciencia y estos, son problemas de goce; es la razón por la que, tanto el suicidio como la tentativa de suicidio, son actos fallidos, cuando morir es la única condición de lograr un semblante de triunfar frente al Otro, allí donde se señalaba un fracaso. El suicida se vuelve un signo y allí ya no es acto puro, sino puro significante.
(1998)
Fuente: http://psiconet.com/ramirez/articulos2/suicidio.html